El Siglo de Oro fue, sin duda, la época dorada, artísticamente hablando, en España. Genios como Lope de Vega, Cervantes, Góngora o Quevedo en Literatura escribieron grandes obras durante esa etapa. En cuanto a la Pintura, otros nombres tan ilustres como Velázquez, Murillo, Zurbarán y El Greco nos deleitaron con sus magníficos cuadros.
Por lo que respecta al mundo del fútbol, yo también recuerdo una particular época dorada, que comenzó en la segunda mitad de la década de los 80.
Tras las retiradas de Pelé y Cruyff, el trono del deporte rey estaba vacío y en el Mundial de México 86, una pléyade de futbolistas afrontaba el campeonato con la ilusión de ocupar ese lugar solo reservado para las leyendas.
Hugo Sánchez, Enzo Scifo, Igor Belanov, Michel Platini, Arthur Antunes Coimbra ( Zico), Emilio Butragueño, Michael Laudrup, Karl-Heinz Rummenigge, Gary Lineker y Enzo Francescoli se posicionaron para la gran carrera cuyo trofeo era la corona de laurel que otorgaría a su portador un lugar privilegiado en el Universo futbolístico de todos los tiempos. Sin embargo, todos acabaron con la miel en los labios a causa de la gran eclosión de un barrilete cósmico que conquistó el Mundial y el cetro solo reservado a los más grandes de la historia. Diego Armando Maradona, desde entonces, me reclutó como uno de sus más fervientes seguidores.
En 1988, un genial Marco Van Basten asombró al planeta Fútbol con una exhibición que le otorgó a Holanda su único título de enjundia hasta la actualidad, la Eurocopa. Ese mismo año, se me presentó la oportunidad de asistir en directo a un partido entre Argentina y España en Sevilla.
Un amistoso disfrazado como Copa de la RFEF que enfrentaba a dos equipos al alza. Por una parte, una selección española que se preparaba para la próxima gran cita, el Mundial de Italia 90, con un equipo prometedor que mezclaba al 80 por ciento de la genial Quinta del Buitre (Sanchís, Míchel, Martín Vázquez y Butragueño) con una gran parte del gran Barcelona de Cruyff que se empezaba a gestar por entonces (Zubizarreta, Recarte, Bakero, Beguiristain y Julio Salinas). Todos comandados por el único Balón de Oro español, el gallego Luis Suárez.
Enfrente, el actual campeón del mundo. La Argentina de Pumpido, Brown, Ruggeri, Batista, Giusti y Maradona, reforzada con cracks como Calderón y Caniggia. Todo un verdadero partidazo.

En los prolegómenos, de paseo por Sevilla, el nerviosismo me corroía, por el espectáculo que, a priori, se suponía para esa noche, por supuesto. Pero mis nervios se acentuaban porque la participación de mi gran ídolo era dudosa. En las cañas del prepartido, estaba más pendiente de las noticias acerca de la salud del Diego que del aperitivo que me regalaban con la cerveza. Y así fueron pasando, recuerdo que lentamente, las horas. Al entrar al Ramón Sánchez Pizjuán, mi inquietud se calmó al confirmarse la presencia del mejor jugador del mundo.
El encuentro no defraudó, ni mucho menos, porque los dos equipos ofrecieron un juego vistoso y ofensivo. Butragueño marcó dos goles, aunque solo subió al marcador el primero, en el minuto 7. En el minuto 14, la diana del Buitre fue anulada. La conexión entre Míchel y Butragueño parecía alcanzar su máximo esplendor hasta que el más grande decidió tomar la iniciativa.
Maradona se asoció a la perfección con Claudio Caniggia y entre ambos fabricaron el gol del empate, al borde del descanso, marcado por el rubio delantero argentino. Antes de acabar la primera parte, pude contemplar una verdadera obra de arte, procedente de los pies del mejor jugador que han visto mis ojos. Al borde del área española, pegado a la banda izquierda del ataque albiceleste, el 10 emuló a los grandes magos al sacar de su chistera un excelso taconazo que dejó solo a Caniggia entre los murmullos de admiración del público. La segunda parte transcurrió sin pena ni gloria, muy lejos del fútbol visto en los primeros 45 minutos.
Al final del partido, se le entregó la copa de vencedor a Argentina, que ganó a España en una tanda de penaltis, y el trofeo de mejor jugador a Claudio Caniggia. El dinero gastado en mi entrada estaba más que amortizado desde la genialidad del Pelusa en la primera mitad.
Aquella fue la primera y única vez que vi jugar en directo a Maradona. Y me sentí un verdadero privilegiado, ya que muy poca gente puede presumir de haber visto crear a Da Vinci o componer a Mozart.
Los habituales al Ramón Sánchez Pizjuán si vimos más veces a Maradona,claro que ya en su etapa de declive,acelerada y favorecida por una vida y una actitud que, me atrevo a decir, poco profesional,distante de la que debiera haber seguido.Lástima que a un genio del balompié,y no es exclusivo de él, no le hubiese acompañado una personalidad más equilibrada y madura,en cuyo caso sus logros,hay que presuponerlo,hubiesen sido mayores y más prolongados en el tiempo.La realidad es esta,los humanos somos imperfectos y muchas veces la mejor virtud convive con los peores defectos y estos lastran e impiden alcanzar mejores cotas.Como Rafa Nadal hay muy pocos,sus defectos y sus ritos parece que le sirven para conseguir reforzar sus triunfos.
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