Tal día como hoy, hace veintidós años, un 28 de junio de 1997, a primera hora de la mañana de aquella jornada del recién iniciado verano, un niño de diez años caminaba por los andenes de la Estación de Santa Justa de Sevilla de la mano de su padre. Se disponían ambos a tomar por primera vez el AVE. Destino: Madrid. Motivo: se jugaba ese mismo día en el Santiago Bernabéu la final de la Copa del Rey, un apasionante F.C. Barcelona – Real Betis Balompié.
Aquel niño que iba de la mano de su padre no era otro sino el que suscribe el presente artículo. Un mocoso de diez años al que esta aventura le parecía apasionante. A través de los flashes de aquel día que ese niño aún preserva hoy en su memoria iremos repasando aquella formidable contienda futbolística.
La temporada que con aquel partido copero acababa aquel 28 de junio de 1997 había sido una de las mejores de la historia del Betis, concluyendo en cuarto puesto empatado a puntos con el Deportivo de la Coruña. Era un Betis que, comandado por Lorenzo Serra Ferrer, contaba con figuras de la talla de Prats, Vidakovic, Finidi, Jarni o Alfonso. El combinado verdiblanco había desplegado durante toda aquella temporada un fútbol basado en la seriedad y solidez defensiva combinado con una notable pegada arriba, fruto en gran parte de las transiciones rápidas y contragolpes endiablados que futbolistas como Finidi o Jarni eran capaces de lanzar. Todo comandado desde la medular por parte del cerebro de aquel conjunto: Alexis Trujillo.
Por su parte, aquel Barcelona había quedado aquella campaña en segunda posición (por detrás del Real Madrid). Ocupaba el banquillo el mítico y emblemático Bobby Robson, que había desembarcado en Can Barça el verano anterior, trayendo de segundo a un portugués llamado José Mourinho (no sé si les suena). Aquel Barça contaba con un auténtico equipazo, con jugadores tan relevantes como Figo, Guardiola, Giovanni y la auténtica estrella del equipo: Ronaldo Nazario (quien, no obstante, no participó de aquella final).
De aquella temporada, que aquel 28 de junio iba a dar su último estertor, son aquellas indelebles imágenes que cualquier futbolero tiene en su mente de Bobby Robson echándose las manos a la cabeza tras aquel golazo de Ronaldo en el Multiusos de San Lázaro frente al Compostela. El Barça llegaba a Madrid con la intención de alzar su tercer título de aquel curso, pues previamente se había hecho con la Supercopa de España y la hoy extinta Recopa de Europa.
Llega el AVE a Madrid procedente de Sevilla. Aquel niño de diez años imaginaba la capital de España como un lugar atestado de gente por cuyas calles no se podía ni avanzar (su padre le había ido contando durante el camino que Madrid era una ciudad muy grande). Tengo recuerdos muy vagos de los prolegómenos del partido. La Puerta del Sol llena de béticos, la Plaza Mayor. De ahí el siguiente flash que este niño guarda en su memoria es reunirnos en el hotel con otros familiares que habían ido a Madrid, entre los que estaba mi abuelo, que recuerdo que estaba allí el primero esperándome. Y de ahí al estadio Santiago Bernabéu.

Son las 21 horas del 28 de junio de 1997. En aquel momento y en aquel lugar, aquel niño de diez años se disponía impaciente y nervioso a presenciar lo que podría ser su primera vez viendo a su Betis ganar un título. Allí, en la grada de Tribuna del Santiago Bernabéu de Madrid, sentado entre mi padre y mi abuelo, los dos hombres más importantes de mi vida y que son los forjadores de mi identidad futbolística.
Mi abuelo, con un beticismo más vehemente, irracional, como más atávico, fruto de que tuvo que pasar el brutal y cruel filtro de los campos de barro de la Tercera División a finales de los 40 y principios de los 50. Mi padre, caracterizado por su ojo clínico futbolístico y capacidad de análisis, en torno al cual en cada post partido en el Benito Villamarín se arremolinan mis amigos y los de mis hermanos para saber cuál es su opinión acerca del encuentro.
Da comienzo el partido y a los pocos minutos marca el Betis el primero, obra de Alfonso Pérez, en una jugada algo embarullada en el corazón del área en el que termina chocando con Fernando Couto y el balón entra de rebote ante la mirada de Vítor Baia. Debía correr como mucho el minuto diez. Estalla de júbilo la parte verdiblanca. Al final de la primera parte, en el descuento, empatan los culés con un gol obra de Luis Figo. Recuerdo con especial nitidez aquel rugido y estruendo que suponía cada gol del rival procedente de la grada contraria.
El siguiente flash que tengo es el gol de Finidi para poner el 2-1 en el luminoso a falta de siete u ocho minutos para el final. A poco que el Betis aguantara, la Copa ya no se escapaba. Veinte años y tres días después de haber levantado su primera Copa, el conjunto heliopolitano estaba a escasos minutos de reeditar la gesta. Pero no, el fútbol fue cruel con el Betis y a falta de poco para el final, cuando el encuentro estaba a punto de expirar, Pizzi puso de nuevo las tablas. El partido se iba a la prórroga.
De la prórroga recuerdo los nervios, poco más. Los lamentos de haberlo tenido en nuestras manos. Y todo se derrumba cuando Luis Figo pone el 3-2 para el Barcelona, a escasos minutos del final de la prórroga. El fútbol fue cruel e injusto con aquel Betis de aquella temporada, que merecía sin duda haber puesto un broche de oro en forma de título, lo cual acabaría llegando ocho años después, de la mano nuevamente de Lorenzo Serra.
Tras el gol de Figo y hasta el final del partido tengo otro de mis flashes. Echado en las piernas de mi abuelo llorando desconsoladamente. El árbitro pita el final. El llanto es desconsolado. Para aquel niño de diez años ahí se acababa su mundo. La vida ya no tenía sentido tras esta cruel derrota. Lo habíamos tenido en nuestras manos y se había escapado.
En mi convicción de niño de diez años, estaba totalmente persuadido de que no sería capaz de superar este duro golpe durante toda mi vida. Aquella noche costó conciliar el sueño, dándole vueltas al partido, maldiciendo todos aquellos goles del Barcelona en minutos finales de cada período.

Visto con perspectiva, veintidós años después, daría lo que fuera por vivir de nuevo aquella noche de fútbol junto a mi padre y a mi abuelo, aunque mil veces volviéramos a perder. Fue la noche más hermosa y a la vez más triste de mi vida futbolística.
Son recuerdos de una noche de verano.