Llegan esos días de primeros de julio cuando los equipos empiezan a engrasar la máquina de nuevo, tras dejar atrás una larga temporada. Renovaciones, fichajes, jugadores nuevos, entrenador nuevo, e incluso categoría nueva. Arranca la pretemporada. Sesiones maratonianas en pleno verano. Partidos, partidos y más partidos. Pero esos encuentros no son objetivos. Todo está sin cuajar, la preparación física no es la idónea aún, te enfrentas a equipos de categorías diferentes. Los resultados y el juego no son todavía tangibles. Y arraigan. El momento más esperado después de varias semanas de preparación.

En ese momento, aficionados y directiva están expectantes de ver, y cuanto antes, los resultados de semanas de trabajo previo, de dinero invertido y de ganas e ilusión depositadas. Pueden darse varias posibilidades. Que el equipo empiece de forma inmejorable. Ganando y empatando partidos, dejando buenas sensaciones, metiendo goles y posicionándose en la parte noble de la tabla, mientras que pasan las jornadas. Esta es la situación soñada para todos, pero no siempre se cumple.
Hay otra opción menos buena. El equipo juega perfecto, los jugadores han entendido de lujo el planteamiento del nuevo entrenador. No encajan demasiados goles. Pero no marcan. No llegan los resultados. Se suma de uno en uno, o incluso se pierde, por no saber materializar las ocasiones y amarrar los partidos. La última hipotética situación es la peor. Los jugadores no terminan de encajar, el juego que realiza el equipo no es de los más llamativos o destacados y entran en el bucle de las derrotas. Llegan las temidas goleadas, la mala suerte de cara a gol. Te sitúas al final de la tabla, y se hace muy complicado cambiar el rumbo hacia el camino de la victoria.

Ante estas situaciones y si fuerais directivos de un club, ¿qué se os pasaría por la cabeza?
Es evidente que cuando el equipo funciona, no hay que tocarlo. Si va bien, dejemos que fluya, que siga creciendo, que continúe mejorando, y que se llegue y se logre cuanto antes al objetivo fijado. Pero cuando sucede alguna de las otras dos opciones, la cosa cambia. Entonces, ¿quién tiene la culpa? ¿Los jugadores? ¿El entrenador? ¿La directiva? ¿Todos?
Se busca un revulsivo, una motivación, un cambio de sistema de juego, algo que haga cambiar la dinámica del equipo. El fútbol son rachas. Rachas positivas y negativas, en las que influye y mucho el factor suerte y el estado de ánimo. En casi el 100% de los casos se recurre al despido del entrenador. Pocos directivos aguantan varias jornadas de declive del equipo sin resultados y manteniendo al mister. Por norma general, se suele tener poca paciencia, porque las jornadas siguen pasando, y los puntos continúan escapándose. Pero, ¿es realmente una decisión correcta? Yo tengo dos teorías al respecto.
Pienso que muchas veces el entrenador no tiene la culpa de que sus jugadores no culminen las jugadas, no metan goles, fallen defendiendo, o se traguen algún disparo. No. Eso se ensaya, se entrena, pero si luego no se ejecuta, la responsabilidad es de la plantilla. También pienso que si el entrenador no plantea el sistema de juego correcto, no alinea a los jugadores oportunos y no realiza las sustituciones pertinentes, también tiene parte de culpa.
Resumiendo, siempre es más fácil echar a uno, que a toda una plantilla, o a un grupo de jugadores. Muchas veces los entrenadores son las cabezas de turco de situaciones en las que no son totalmente responsables. ¿Cambiará esto en los clubes con el paso del tiempo? Seguro que no. Pero pienso que antes de tomar una decisión de este calado debemos ponernos en la piel de los demás, y valorar el trabajo realizado.