En nuestra sociedad, los amantes del fútbol estamos acostumbrados a recibir el desprecio de algunas élites que ven en el fútbol el opio del pueblo del que hablaba Marx. Algunos postmodernos, ayudados por la violencia fanática de los ultras, se han empeñado en socavar la faceta deportiva y humana del fútbol bajo una pátina de irracionalidad.
Pero el fútbol aún mantiene su lado romántico, aunque para encontrarlo, quizás haya que huir de las grandes ligas, los grandes estadios y por supuesto, las grandes fortunas. Quizás haya que entender el balompié con otra perspectiva, o con otra mirada. La de Eduardo Galeano en Fútbol a sol y sombra, y que habremos de recordar, puesto que ayer, al charrúa le sacaron la roja.
Pocos artistas han sabido capturar la esencia de este deporte como el escritor uruguayo. Y precisamente, no se entendería esta relación con la de gajos (expresión popularizada por el locutor sudamericano Perro Bermúdez para referirse al balón) si no tuviésemos en cuenta el contexto del país charrúa. Y es que sólo los uruguayos “gritan gol a nacer”, así justifica el novelista que en su país haya “tanto ruido en las maternidades, un estrépito tremendo”. Y quiso “ser jugador de fútbol como todos los R uruguayos”, aunque resulta que se llevaba mejor con la pluma que con el esférico. Una suerte para los que lo leímos.

No obstante, la gran inteligencia de Galeano le permitía abstraerse del fanatismo más exacerbado de las barras bravas e intentar comprender desde lo lejos los mecanismos que hacen tocar el corazón del futbolero. Por ello, muchos lo consideran el filósofo del fútbol, una de las etiquetas más justas que se conocen.
Toda su escuela de pensamiento se basa en la dualidad fútbol-religión, de la que expone unos paralelismos brillantes. Ha llegado a comparar a Dios con el balompié al ser cuestionado por la vanidad del deporte rey. Por la devoción de sus creyentes y la desconfianza que provoca en muchos intelectuales. Y, ¿qué es un estadio sino una parroquia de fieles en la que veneran a sus divinidades? ¿Es casualidad que haya estadios que se comparen con catedrales, como San Mamés?
Y para Galeano la comparación se queda corta, pues su frase más célebre aborda el inquebrantable nexo entre aficionado y equipo. O como diría el uruguayo, “en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol.” Esta declaración de principios entronca con ese romanticismo del fútbol que amaba. Un fútbol de colores, no de millones.
Criticando a la industria multimillonaria surgida en torno al balón y que “ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.” La belleza del valiente que osa con descaro regatear una y otra vez al defensa de turno, aunque la jugada no vaya a acabar nunca en gol. La belleza en sí, la que hace que te levantes de tu asiento y aplaudas al jugador del equipo contrario que acaba de marcar ese golazo.
Quizás Eduardo Galeano nos haya dejado porque no aguante más este fútbol que tanto quiso. O porque ya ha amado lo suficiente. Y es que en alguna ocasión también eleva el balompié al nivel del sentimiento universal. Por eso, se quedaba “con la melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”, toda vez que los goles, “los orgasmos del fútbol”, pasan. Gracias, Eduardo, por enseñarnos a amar el fútbol de esta manera, la tuya, la nuestra.
Gracias por dar la razón a locos como nosotros, que encontramos lo bello en partidos de ligas impronunciables o infames división ses. Porque “la camiseta, la segunda piel, nos hace sufrir más de lo que nos hace gozar, pero así son las cosas del querer”.