Qué malo era el jodido. No le iban los balones. No tenía desborde ni técnica alguna, conocida y necesaria, para destacar en fútbol. No era el más listo a la hora de tomar decisiones. Ni siquiera conocía muy bien el reglamento. Pero a cabezota no le ganaba nadie.
Siempre sintió un cosquilleo especial en los partidos de selecciones por la manera en que encendían a la gente. Qué manera de gritar, reír. Saltar del asiento del estadio, del sofá o del bar. El quería estar allí, con todos coreando su nombre. Hablar con el mister sobre cuál era la mejor manera de marcar al mejor jugador ruso. No es que soñase con ganar a Rusia en especial, pero había visto demasiado cine norteamericano de los 80.
Eso debe salir por algún lado. Todos los rivales eran Rusia. Aunque lo más cerca que hubiesen estado los jugadores del equipo rival de Moscú fuera Alicante. Rusia. Casi le da algo cuando se enteró de que la próxima Copa del Mundo se celebra en suelo ruso. Cuando anuncio que acudiría como jugador al Mundial de Fútbol, no recibió lo que conocemos como una respuesta soñada. La carcajada de sus conocidos aún se oyen si pones el oído.
Para él no era tan difícil, caerle bien a Lopetegui e invitarle a unos vinos. Los que han visto a jugar a nuestro amigo aseguran que más bien serán necesarias botellas. Muchas botellas. Y eso sólo para tener opciones de salir en la lista de preseleccionados. «Qué mala es la envidia hacia el emprendedor» decía una y otra vez en voz alta cuando iban a verle a entrenarse en el polideportivo del barrio. El entrenamiento era dos carreras al trote cochiquero, dos flexiones, un tiro a puerta que nunca iba entre los tres palos y mucha cerveza.

Tachaba los días del calendario. Se miró todos los partidos de las rondas previas. Siguió con la cerveza y añadió unas pizzas.»El frío ruso no se combate con lechuga» decía convencido cuando preguntaban por su extraña dieta. Siguió viendo fútbol, siguió entrenando.
No contaba con la borde de la Federación Española que no le facilitaba el móvil del seleccionador nacional para cerrar una cita con él. No tendría más remedio que esperar en la puerta. Aguantó tres días. Otra vez la borde avisando a seguridad. Así no hay manera. «Luego dicen que la vida del futbolista es muy fácil» lamentaba camino a casa.
Siguió entrenando. Más cervezas. Últimamente, siguiendo el consejo de la dieta variada, cambió las pizzas por hamburguesas. Iba a por todas. Xavi, Iniesta, Casillas, Xavi Alonso, unos mataos comparado con lo que él iba a conseguir. Tampoco contaba con no encontrar un chándal de su talla. Qué caros los billetes para Moscú.
Con quince kilos de más y dos esguinces, además de la orden de alejamiento contra cualquier empleado de la Federación Española de Fútbol, pensó que tal vez no era bonito hacer sombra a sus ídolos. Qué mal les iba a caer que un hombre del pueblo como él marcara el gol definitivo recién llegado a la élite. No, no quería herir sensibilidades. Dudó si convocar rueda de prensa o retirarse en silencio, como siempre fue su breve carrera deportiva. Sin hacer ruido, habló por él su juego. Optó por el camino humilde.
Qué malo era el jodido. No le iban los balones. No tenía desborde ni técnica alguna, conocida y necesaria, para destacar en fútbol. No era el más listo a la hora de tomar decisiones. Ni siquiera conocía muy bien el reglamento. Pero a cabezota no le ganaba nadie. Encima, conocía los mejores restaurantes de comida rápida de toda la ciudad.