Más allá de análisis concretos de los últimos partidos, de los que ya se han encargado otros compañeros últimamente, el mayor problema del Barça en ese descenso de nivel sobrevenido en las últimas temporadas desde la marcha de Guardiola viene del intento por recuperar aquella excelencia. En contra de lo que yo pensaba a principio de temporada, tampoco Luis Enrique ha podido escapar al influjo del glorioso pasado.
La clave de la sucesión del genial técnico de Sampedor estaba en mezclar continuidad del fondo filosófico del modelo futbolístico con una gradual renovación. Si en la última época del «guardiolismo» cada vez más equipos le cogían el «tranquillo» al juego de los azulgranas y se percibía un menor grado de hambre, incluso de compromiso, por parte de los jugadores, estaba claro que la renovación debía seguir ese camino.

Tras Guardiola vino su ayudante, el recordado Tito Vilanova. Su malograda carrera al frente del banquillo barcelonista no nos permitió mucho más que entrever cuales eran sus ideas. Hacia mitad de temporada tuvo que ser sustituido por un profesional de perfil bajo, como fue Roura.
Ahí empiezan los problemas derivados de lo que yo llamo los integristas del «guardiolismo». En el F.C. Barcelona, Cruyff «inventó» muchas cosas, entre otras, el término «entorno» para definir a aquellos que rodean y opinan sobre el día a día del club tratando de influir en él. Pues parte de ese entorno, muchas veces nocivo, ha decidido que tras la salida de Guardiola su magna obra no sea movida ni en un ladrillo. Lo que ese entorno olvida es que el propio Guardiola era consciente de que el fútbol obliga a hacer modificaciones tácticas y de planteamiento para no ser presa fácil.
Tanto a los propios Vilanova y Roura, técnicos de la casa con poca experiencia y faltos del empaque que dan los éxitos conseguidos, como al ínclito «Tata» Martino, que aterrizó a contratiempo y que nunca fue capaz de tomar los mandos ni sentirse a gusto, no les esperaba el carácter suficiente para vencer ese integrismo. Pero un tipo del carácter de Luis Enrique, con un pasado glorioso como jugador, cierta experiencia en los banquillos y conocedor de la casa, sí parecía dotado de personalidad suficiente para vencer esa influencia y, manteniendo los mimbres del control del balón y la prevalencia del toque, conseguir variar lo suficiente para poner su firma al equipo.
Luis Enrique mantiene el 4-3-3 aun cuando el mediocampo hace aguas, ni roba un balón para ayudar a la defensa, ni lleva el ritmo del partido para ayudar a los atacantes. Mientras al técnico le toca acoplar a Luis Suárez (un goleador que de momento juega pegado a la banda derecha y se dedica a dar asistencias) sin modificar la posición de Messi.
Le toca rezar para que Busquets algún día vuelva a ser el que era antes de sus misteriosos problemas de pubis sin atreverse a colocar a su lado a Mascherano (a pesar de que el propio Guardiola jugó en muchas ocasiones con dos medios con capacidad defensiva juntos, como Touré y Busquets). Mantiene a Alves mientras nadie sabe que le habrá hecho Montoya para no tener ni una oportunidad y trata de recuperar a Piqué… o de terminar de hundirle.
Y así anda el bueno de Lucho, lidiando con el recuerdo del entrenador más brillante de la historia del Barça, con una serie de pseudotalibanes esperando a que haga algo diferente a lo de los últimos años para llevarse las manos a la cabeza. El equipo necesita que se decida a hacer algo nuevo, como cuadrar una defensa (la que sea, pero no una diferente en cada partido) o reforzar un centro del campo donde ni se defiende ni se ataca.