Sé que no soy la única que siente que el tiempo pasa demasiado deprisa. Hasta hace poco, a veces me parecía que estaba atrapada en goles que ocurrieron hace mucho. Cuando jugaba la Selección Española, me preguntaba, sin querer: «¿Y Torres? ¿No estaba convocado?». «¿Hoy no juega Xabi Alonso?». «¿No es Carlos Soler algo joven para esto?». La respuesta siempre era, es y será que no. Que hace mucho que no, a todo. Pero las gestas de los primeros fueron tan dulces que me costó aceptar que el momento había pasado. Y el silencio que vino después, en esa suerte de obligada transición que nos devolvió desde la cima a la tranquila normalidad, me mantuvo en un estado de recuerdo perpetuo. Una colección de momentos, memorias a cámara lenta que me hacían sentir mejor cuando no parecíamos recuperar esa chispa. La maldita desilusión.
Resulta que ya no la siento.
Empecé a notarlo durante la pasada Eurocopa, cuando me escuchaba a mi misma decir que era «imposible» y, viendo jugar a esos chavales más jóvenes que yo, dudaba de mi propia desconfianza. Lo de ese grupo no era normal. Mi padre decía lo mismo hace trece años. De vez en cuando se le escapaban frases derrotistas, pero él mismo se corregía contentísimo cuando una jugada asesina le callaba la boca. Pedri me calló a mí unas cuantas veces este verano. Gavi me sigue callando hoy en día cuando se me vuelve a escapar un atisbo de duda.

Lo de Suecia era, en mi opinión, la Crónica de una Vida Anunciada. No porque hubiera una absoluta seguridad o porque no se pudiera sucumbir a la presión de no clasificarse (cualquier cosa puede ocurrir y, después de todo, esa última Eurocopa está en Italia), sino porque, si el miedo y el mal nervio son unos obligados para el buen aficionado español, la certeza de que verá a su Selección en la siguiente gran competición también lo es. Once clasificaciones seguidas para un Mundial lo avalan.
Y es que parece que es inevitable; que es la Selección Española y que aquí ocurre como en Eurovisión: pasar al programa principal es automático y no hay que sufrir la tortura de la preselección. Pero los de Luis Enrique no solo la han sentido bien adentro, con cada baja y cada palabra de desconfianza hacia todas las posiciones en el campo, sino que la han superado con todas las agallas que nos faltan a aquellos que seguimos pensando que «son muy jóvenes» y que «ya no es lo de antes». Por supuesto que no lo es. Es lo de ahora, y lo de ahora tiene tela.
Viendo la final de la Copa de Naciones me ocurrió, y el otro día volvió a pasarme contra Suecia: entendí a mi padre. Comprendí sus sonrisas cuando un trallazo de Villa le demostraba que estaba equivocado y que sí había que creer en esa Selección. En aquel momento me sorprendía que se alegrara de fallar sus predicciones: ahora soy yo la que se alegra cuando Oyarzabal o Ferrán Torres se convierten en lo que Villa significó para mi padre en su momento. En ese cosquilleo, ese «¿será posible? ¿Será que esta vez sí?».
Os pido perdón a todos, desde el primer al último hombre de ese equipo que, aunque es más joven en su media que yo misma, me ha hecho recuperar la ilusión de sentarme a ver a una Selección que, si bien no es perfecta, es real y es una auténtica aventura.
Sobra decirlo, pero por si alguien todavía lo dudaba: nos vemos en Catar.
Es una Selección a medida de su entrenador y,si como cada aficionado tiene la suya pero no es el seleccionador,en este caso creo que cualquier encuesta demostraría que los descontentos por los seleccionados de Luis Enrique son muchos ,y también muchos los descontentos con el juego del equipo,pero pese a todo nos vamos a Catar,donde espera el Mundial más atípico y dudoso de los hasta ahora celebrados.
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