Acaba de terminar el trepidante empate a cero entre el Real Mallorca y el Athletic Club de Bilbao. Improbable pero ya inamovible empate a cero. Dos equipos con virtudes destacadas en su garra y nobleza, del Athletic ya las conocíamos, de este Mallorca de autor las están descubriendo aquellos que no se asomaron a la remontada en la eliminatoria de la promoción de ascenso celebrada en los albores del verano en el partido de vuelta frente al Deportivo de la Coruña. Al míster del equipo insular, Vicente Moreno, no creo que tardemos en dedicarle un artículo puesto que se está mostrando como un líder con probable larga carrera en La Liga.
Pero en este partido ha sucedido un nuevo caso de jugada bien pitada que resulta manifiestamente injusta. El trabajo del árbitro del colegio asturiano González Fuertes probablemente haya sido acertado en la aplicación de la norma, con lo que, por increíble que parezca, el problema, esta vez, no ha sido la interpretación de la jugada por los jueces en la sala del VAR, algo a lo que ya se ha aludido (hasta con amargura) desde este foro en más de una ocasión, el problema, este año, está en la injusticia de la ley, en la perversión de la justicia.
La jugada a la que nos estamos refiriendo es al penalti cobrado en favor del Athletic Club. La jugada, que sucede muy rápida, consiste en el intento de despeje de Iddrisu Baba, jugador mallorquín, a ras de césped dentro del área. Este chut rebota en el pie de un jugador del Athletic, sale disparado hacia arriba y golpea claramente en el brazo del buen jugador bermellón. La mano es clara. La norma dice que es pena máxima. El VAR lo atestigua y lo avisa. El árbitro lo consulta, lo ve en televisión y lo pita. Y la injusticia está servida. ¿Por qué?
Pues la involuntariedad es manifiesta. La mano está situada, por mucho que nos quieran decir ahora desde los estamentos arbitrales, en un lugar normal, naturalmente normal, separada del cuerpo, ocupando espacio, pero realizando un movimiento espontáneo y propio. Cualquier intento de poner la mano o el brazo de otro modo es anti-natura. No tiene tiempo de retirar el brazo de un balón que, probablemente iba a acabar en nada. Por lo tanto las manos son, del todo, inevitables.

Una gran intervención del portero, Manolo Reina, parando el lanzamiento del abuelo, Aritz Adúriz, restauró la justicia perdida, justicia que, siendo el lanzador el que era, se quedó a un palmo de ser poética o mágica.
Esta jugada es la tercera aplicación de la norma que resulta insoportablemente injusta. Las otras dos acciones de las que hablamos son los famosos pisotones en el tendón de Aquiles protagonizados por Luka Modric y Jorge Molina. Curiosamente, ambos jugadores tienen el respeto del mundo del fútbol español y no destacan, precisamente, por sus malas artes y peores intenciones, más bien lo contrario. Jugadas puntuales, cargadas de mala suerte y desprovistas de mala idea dieron con los huesos de ambos en los vestuarios antes de tiempo por sendas tarjetas rojas directas.

Estas dos expulsiones y el penalti anterior tienen un denominador común claro: la falta de dolo, es decir, la falta de voluntad consciente y maliciosa de cometer la infracción. Y siempre resultaron castigados. Una especie de homicidios imprudentes o accidentales en los que la temeridad de los jugadores expulsados ha sido la de haber luchado por recuperar un balón o, en el caso del jugador mallorquín, la de no haber jugado el partido con los brazos atados o, quizás, habérselos mutilado antes…

España es un estado social y democrático de derecho. No lo es de justicia. La Liga es un organismo no muy social y poco democrático de derecho. No de justicia. Esto quiere decir que la aplicación de los textos aprobados por el poder legislativo, cada uno a su nivel, está por encima de la propia justicia que se busca. Y no es de extrañar, puesto que ésta, la justicia, es un concepto, llamémosle cariñosamente, poco definido, etéreo y cambiante.
Las leyes tienen un problema. Normalmente no llegan a tiempo. La sociedad cambia, descubre nuevos nichos de desarrollo económico, social o de convivencia que generan a su vez nuevas formas de relacionarse que implican nuevas infracciones o comportamientos desleales, alegales o inmorales que, en muchos casos, exigen regulación de la norma. Pero, cuando la ley llega, aparecen nuevas situaciones y este dinamismo es una constante que siempre deja atrás al acervo legislativo.
En el caso de las nuevas situaciones futbolísticas, la norma no ha llegado tarde, pero tampoco ha llegado a tiempo. Da la impresión de que ni siquiera han puesto el parche antes de la herida, porque ésta ni existía ni iba a existir. En el caso de los pisotones, que sí es cierto que generan peligro de lesión grave para quien los sufre, que se lo digan a Santi Cazorla, ni siquiera era una jugada que se produjese con asiduidad en la competición. Respecto al tema de las manos, llevan años buscando soluciones y parece que esta decisión salomónica es la más injusta de las posibles que se podían plantear.
A pesar del paso de los años, jamás dejaré de haber sido un mal estudiante de derecho, desapasionado y escéptico. Descreído porque la Ley, con mayúsculas, no deja de ser un mal menor y necesario para facilitar las reglas de convivencia, pero es un mal, al fin y al cabo, porque suele convertirse en un instrumento con unos fines determinados que mi mente no alcanza a comprender.
Es la ley el medio que hace que la justicia sea algo perverso. En todos los ámbitos, incluso en uno con tan poca importancia como lo es el fútbol. Incluso logrando que los árbitros, como sucedió en el caso de González Fuertes en Son Moix, y su asistente en el VAR, Melero López, hagan un trabajo sin mácula. Esta es la paradójica injusticia de la ley aplicada sin la necesaria base del sentido común.
Como licenciado en Derecho puedo decir, con orgullo, que lo único que aprendí en la Facultad de Derecho es que he de evitar a toda costa ser juzgado por alguno de los que fueron mis compañeros y colegas porque ellos no tendrán más remedio que aplicar lo que aprendieron. Qué cosas.
Si es que tenía que haber escuchado a mi abuelo. – No estudies Derecho -, me decía, – Que para ser abogado hay que saber mentir muy bien y tú no sirves para eso -. Un sabio.