Hoy no voy a hablar del bajo momento que atraviesa la Liga y sus grandes clubes manifestado en la Champions League. Tampoco voy a poner el objetivo en otras latitudes. Ni siquiera dedicaré mis líneas bisemanales a un modesto club de categorías inferiores. Esta vez no me hará falta una amplia labor de investigación y documentación. Porque hoy os contaré mi propia historia. La historia de miles de niños que se han criado dándole patadas a un balón en las calles de Sevilla.
Y es que aunque las grandes ligas, las que todos conocemos, comiencen en el mes de agosto, el fútbol en los barrios hispalenses empieza a forjarse en estas fechas. Aunque, siendo exactos, hablemos de fútbol sala, el que con el sobrenombre de futbito es el deporte más practicado por los jóvenes de una ciudad tan repleta de pistas como limitada de campos de balompié. Y pese a las diferencias entre deportes y su marcado amateurismo, no hay una competición que aglutine más pasión que los Juegos Deportivos Municipales.
Las primeras secretarías técnicas
Los encuentros empiezan en octubre, por lo que las últimas semanas de septiembre se dedican a la ilusionante tarea de confeccionar los equipos. Y siempre un mismo problema, el robo de los amigos que mejor juegan por parte de equipos mucho mejor preparados. Ya empezabas a sentir lo que era sucumbir ante el poder de un grande, aunque la etiqueta se basase en algo tan básico como el entrenamiento. “Paco me ha dicho que no se apunta porque lo han cogido en el Olimpic. Es que esa gente entrenan y todo.”
Tú, que sabías de que iba lo de director deportivo porque te habías ventilado todos los PC Fútbol desde aquel que se instalaba con cuarenta diskettes, te estrujabas la cabeza para llegar al cupo que te exigía el IMD, la UEFA sevillana. “Miguel me ha dicho que tiene un primo en Espartinas que a lo mejor puede venir a jugar. Yo le voy a pedir la fotocopia del DNI para apuntarlo y si viene, mejor.” Ríete tú de las limitaciones del Barça cuando no te queda otra que llamar a uno que lo más redondo que ha visto en su vida es una caja de botellines.
Equipaciones de saldo
Al final, todos los años conseguías, con más o menos argucias, a los ocho jugadores que apuntabas en una cuartilla, junto a un rectángulo de lados irregulares en el que disponías una táctica que nunca se cumplía. Pero casi tan importante como los fichajes era la tarea de encargar las equipaciones en una época en la que el comercio online ni estaba ni se le esperaba. Tocaba acudir una tarde al Amancio Ortega de Triana en estas lides, el gran Crespo, para que apoyándose en un catálogo de cuando Butragueño era cadete, te vendiera aquel terno Cejudo que hoy en día no valdría ni para paño.

De tener suerte, algún padre o familiar de uno de los integrantes de la plantilla financiaba la adquisición a cambio de patrocinar su bar o similar. Si es que se le puede llamar patrocinio a una acción publicitaria con menos visibilidad que un cartel de Afflelou en la ONCE. Si no, te tocaba recaudar un dinero que algunos tardaban meses en darte y siempre, al final, había uno que siempre pagaba de más. Pero poco importaba si te atenías a ese maravilloso día, dos semanas más tarde de lo previsto, en el que recogías las equipaciones. “Tío, te dije que una L, que ahora estoy embutido”. Ya llegaría luego el disputadísimo reparto de dorsales.
¡Cuidado con los cruces!
Otro momento clave era el del reparto del calendario, un acontecimiento de difícil asistencia. Se hacía por la mañana y siempre tocaba mandar a alguien, que se encargaba de fotocopiarlo (recordad que no había whatsapp) y repartir las copias esa misma tarde. Cuando te llegaba, analizabas el cuadro como si de un grupo Champions se tratase. De hecho, también había cocos. “¡Mierda, ya nos ha tocado el Centro Docente María!” Pero lo mejor era la inventiva, ya la quisieran los expertos en naming, que nos deleitaba con clubes como el Notingham Miedo, el Steaua del Búcaro o, sin dar lugar a la duda, el Drink Team.
Además, ya tenías excusa para no irte el finde a la segunda residencia, si tenías unos padres con posibles, y quedarte en el barrio. Aunque la importancia del calendario iba ganando peso conforme a la edad de los componentes de la plantilla. En benjamines y alevines molaba jugar a las 10:00 un sábado. Casi no dormías esperando el momento de que rodara el balón. En cadetes y, sobre todo, en juveniles un encuentro mañanero podría suponer más bajas por resaca que un brote de COVID. Raro el día que no empezabas con cuatro a la espera del típico que se había quedado dormido o había perdido el autobús del pueblo.
El ritual posterior
Se podría decir que lo de menos era jugar. El nivel de los equipos era muchas veces tan random que cualquiera podía ser el héroe del fin de semana. Casi más importante era el postpartido que se basaba en bocadillo y refresco en la niñez tornándose en litrona de Cruzcampo y serranito con la pubertad.

Algunos éramos tan frikis que no podíamos esperar a la publicación de los resultados el jueves en el Estadio Deportivo, el representante sevillano del amarillismo futbolero, y ejercíamos de periodistas aficionados. Nos quedábamos todo el día en la pista con la equipación puesta comentando los partidos posteriores.
Algunos hasta llevaban un cuadernito de bitácora en el que apuntaban los resultados de su equipo, los goleadores de cada partido… hasta las camisetas del equipo rival.
Una suerte de Guía Marca, la biblia para aquellos niños, que se guardaba a buen recaudo en el dormitorio. Como los sueños de toda una generación de jóvenes que maduraron a ritmo de fin de semana en canchas de barrio como Tejares o El Charco de la Pava. Así que… “¿chavales, nos apuntamos a distrito?”
Chapeau,bonita manera de contar otra cara de este deporte,con ironía y simpatía,describes los aconteceres,peripecias y anécdotas y demás circunstancias de esas particulares competiciones que reúnen a un grupo heterogéneos de amantes del fútbol que no s conforman con vivirlo desde la grada.f
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