En el verano de 1984, la ciudad de Verona, en el norte de Italia, estaba, como siempre, atestada de turistas que soportaban los treinta grados de temperatura mientras se regocijaban con las grandes riquezas monumentales del lugar, como, por ejemplo, los palacios de Barbieri o Maffei, el anfiteatro (Arena de Verona) o la Torre de los Lamberti.
En Adidas ya se había preparado la que se convertiría en una camiseta mítica. Una elástica azul, con finas rayas verticales amarillas, como homenaje a los colores del emblema de la ciudad, muy semejante a la bandera de Suecia.
Un equipo para soñar

Osvaldo Bagnoli se había hecho cargo del Hellas Verona en 1981. Esa temporada, el equipo ascendió a la Serie A, donde cosechó grandes éxitos en las dos siguientes campañas, siendo, respectivamente, cuarto y sexto clasificado, con sendas presencias, además, en la final de Coppa.
Sin embargo, los gialloblu no tocarían techo con esos triunfos, que solo eran los preludios de uno de los mayores hitos del fútbol italiano en toda su extensa historia.
A pesar de esos estupendos precedentes, el reto de la temporada a punto de comenzar era mayúsculo. La liga italiana era entonces el epicentro del planeta fútbol y aglutinaba a la mayoría de estrellas mundiales.
Platini y Boniek (Juve), Rummenigge y Liam Brady (Inter), Falcao y Cerezo (Roma), Sócrates y Passarella (Fiorentina), Zico (Udinese) o Maradona (Nápoles), hacían demasiado tortuoso el camino de la escuadra veronesa.
Bagnoli no era ajeno a estas amenazas y preparaba las armas de las que disponía para hacer frente a tan poderosos enemigos. Fiel a su esquema, 3-4-1-2, el técnico ya contaba con nueve bravos soldados.
En la portería estaba Garella, un portero ágil que destacaba, además, por sus sorprendentes paradas con los pies. La defensa era para Ferroni (el dóberman) y Fontolan a los costados, bajo el mando del capitán Tricella, un típico líbero elegante que no pudo destacar del todo internacionalmente al vivir bajo la sombra en la selección de Baresi y Scirea.
En el centro del campo, Volpati era la extensión del entrenador, flanqueado en las bandas por Fanna y Marangon.
La ofensiva comenzaba a fraguarse en Di Gennaro, el auténtico director de orquesta, con una exquisita visión de juego y notable disparo lejano. Como ariete contaba con Galderisi, un delantero oportunista y astuto, siempre atento a cualquier rechace para mandar el balón al encuentro con las mallas.
No era poco arsenal, ni mucho menos, pero aún faltaban dos piezas que debían convertirse en fundamentales para intentar competir en igualdad de condiciones.

A pesar de ser una tarea harto complicada, la dirección técnica se movió con destreza para conseguir atar a dos auténticas joyas.
Hans Peter Briegel, un espigado zurdo alemán de casi ciento noventa centímetros que llegó del Kaiserlautern. Su hábitat natural era el costado izquierdo, pero fue utilizado por el entrenador como mediocentro, revelándose como el todocampista que todo equipo anhela tener.
Preben Eljkaer Larsen, delantero danés procedente del Lokeren belga y pieza clave en la Dinamarca que comenzó a asombrar con su juego en la Eurocopa de aquel año.
El Hellas Verona hace historia
Ahora sí, el técnico lombardo disponía de mimbres suficientes para construir un cesto competitivo.
Pero no iba a resultar fácil en absoluto. El destino quiso que el primer rival fuese el Nápoles de un Diego Armando Maradona ya consagrado como el mejor jugador del mundo.
La primera jornada de Liga, los scaligori (hinchas) veroneses abarrotaban el estadio Marcantonio Bentegodi para comenzar a vivir un sueño del que ya jamás querrían despertar. Briegel secó por completo al astro argentino y el sorprendente Hellas venció por tres goles a uno para encaramarse a una primera posición que ya no abandonaría durante el resto del campeonato.
Una primera vuelta de ensueño, con solo seis goles encajados, comenzaba a inscribir en la historia, con letras de oro, al Hellas Verona Football Club, fundado en 1905.
Tras solo dos derrotas, el tridente veronés, formado por Briegel (9 goles), Larsen (8) y Galderisi (11), acabó por consumar su hazaña en la ciudad de Bérgamo, ante el Atalanta, cuando el delantero danés anotó la diana que empataba el partido para otorgar a su equipo el primer scudetto de su historia, a falta de dos jornadas para el final de la liga.

Osvaldo Bagnoli eterno
Como perenne homenaje al entrenador, los partidos del equipo son presididos por una pancarta con una frase que agradece su trabajo: “Gli uomini come lei restare per sempre (los hombres como tú están para siempre)”.
Actualmente, en plena vorágine de millones, sorprende la la sencilla definición del deporte rey por parte de Bagnoli: “El fútbol es un juego simple. Lo importante es tener la suerte de encontrar a los hombres adecuados para colocarlos en los lugares correctos y dejarles libertad para expresarse”.
Cuando se van a cumplir treinta y cinco años de tal gesta, la ciudad romántica por excelencia, inmortalizada por William Shakespeare, sigue enamorada de la victoria conseguida por aquel equipo.
Por supuesto, Los amantes más famosos de la historia, Romeo y Julieta, celebrarán la famosa efeméride ataviados con sus camisetas azules con finas rayas verticales amarillas.