Héctor Castro trabajó desde muy pequeño con su padre y a los 13 años sufrió un accidente: se cortó su antebrazo derecho con una sierra eléctrica, pero eso no le impidió ser uno de los jugadores más ilustres del fútbol uruguayo.
Cuatro años después del accidente se convirtió en el primer futbolista manco de la historia tras fichar por el Athletic Club de Lito de Montevideo, club desaparecido en la actualidad. Tan solo tres años después ficharía por el Club Nacional de Football, fue entonces cuando la afición le dio el apodo que le acompañaría el resto de su carrera: El divino manco. Con el Nacional ganaría tres Campeonatos Uruguayos en 1924, 1933 y 1934.
Castro se convirtió en un héroe y una leyenda durante el Mundial de Uruguay de 1930. Fue el primer jugador en anotar un gol con la camiseta de la selección uruguaya en la Copa Mundial de Fútbol e igual que abrió la lata, la cerró.
Uruguay llegó a la final del campeonato donde se enfrentó a Argentina. Corría el minuto 89 de partido cuando, a pase de Dorado, El divino manco marcó de cabeza el último tanto del encuentro poniendo el marcador de 4-2 para Uruguay y conquistando el cetro mundial.
En el palmarés de Héctor Castro también hay también cabida para una medalla de oro, ganada en los Juegos Olímpicos de 1928 y dos Copas de América (1926 y 1935).
Tras retirarse en 1936, Castro fue entrenador del Nacional, guiando a su equipo a la victoria en cinco campeonatos uruguayos en los años 1940, 1941, 1943 y 1952.
Héctor Castro, El divino manco, muere en 1960 a la edad de 55 años, no sin antes haber escrito su nombre con letras de oro en la historia del fútbol y, lo que es más importante, haber dado una lección de superación que jamás se olvidará.

No conocía la historia de este hombre. Un ejemplo claro de superación, no obstante un caso similar en el fútbol moderno es prácticamente imposible. Hoy día prima el físico por encima de todo y jugar sin un brazo es demasiada desventaja. Ya sé que para el fútbol se necesitan los pies pero a nivel de estabilidad ir al choque contra los muros que hoy pisan los terrenos de juego es cuando menos una temeridad.
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