Quizás, González no tenía en mente que aquel partido de juveniles fuera a ser el último pedazo de fútbol que viera su retina. En todo momento la pierna temblaba nerviosa, deseosa de tener bastantes años menos y ser llamada para salir al terreno de juego. Con una cerveza en una mano, y un periódico deportivo en la otra, González cerró los ojos en el minuto 80 de partido.
González nunca estuvo despegado de este deporte. Que sus padres tuvieran que castigarle por no llegar a su hora a casa, al perder la noción del tiempo por estar jugando los partidos en la plaza, era una escena recurrente de su infancia. Años después, su fuerza física unida a la facilidad para no complicarse con el balón cuando rondaba su área, le aseguraron un puesto como central en el equipo de fútbol del instituto. Años de amistades y los primeros amores con un verde terreno de juego, a veces de arena, como escenario. Una mala caída lo tuvo alejado de ese ambiente futbolístico durante varios meses. Tiempo que González aprovechó para no perder detalle de los partidos gracias a aquella vieja radio que heredó de su abuelo.

Aquel aparato se convirtió en amigo inseparable de fatigas. Las noches no eran lo mismo sin el auricular pegado a la oreja. Tras la lesión, y finalizar sus estudios básicos, tuvo que colocarse veloz en el mundo laboral por necesidad familiar. El fútbol tenía que esperar. Quizás demasiado tiempo, su toque y fuerza no volvieron a ser lo mismo. Pero cada escrito de prensa de importancia era devorado, cada tertulia seguida en las ondas radiofónicas, cada partido del equipo de juveniles de su barrio era visionado. Un barrio humilde, pero con una gran cantera.
González, en otras palabras, dejó de vestirse de corto, pero no de estar unido al juego. Sus dotes de oratoria analizando la jornada era el momento favorito de muchos de sus compañeros de oficina en las quedadas de domingo en el bar. Corría la cerveza, el asiento privilegiado de González, cerca del televisor, era su trono en el reino de exponer los motivos de que, este o aquel entrenador, cambiase al delantero por un defensa, o variara el sistema horas antes del partido.
Cuando quiso darte cuenta, era ya un anciano. Le costaba reconocerse en el espejo. Sin embargo, su memoria seguía intacta. Todavía podía recitar casi todas las alineaciones titulares de los partidos que había presenciado como espectador. Por supuesto, también recordaba aquellas en las que jugó. Seguía acudiendo a los partidos cuando se lo permitía la pensión, e incluso nunca rechazó donar un poco a las instalaciones que tantas veces utilizó de chaval.
Aquel fin de semana no notó nada extraño. Simplemente, tenía sueño. Bajó al café y devoró con apetito la tostada y el café descafeinado de máquina. Curiosamente, el doctor le quito la cafeína por la tensión. Aunque no le dijo nada al descubrir que era socio del Atleti. Con su auricular en el odio, marchó temprano al polideportivo para tener asegurado su sitio favorito. Y allí se sentó para no levantarse. Mientras el balón entraba por toda la escuadra, debido a un magistral toque del mediocentro defensivo visitante, su vida decidió que ya era hora de una merecida jubilación.
Bonito artículo que se merece recrearse en su lectura y deja un persistente aroma agridulce y melancólico,un regusto propio de buena literatura.
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