Es Wissam Ben Yedder el último ejemplo de una larga lista de desafecciones interesadas. Miren también a Antoine Griezmann con el Atlético de Madrid o a Paul Pogba con el Manchester United. Pero igualmente sucede a niveles menos mediáticos, Joan Jordan se va del Eibar aunque públicamente su club indica que quiere retenerle, Rubi deja el Espanyol para fichar por el Real Betis. Probablemente, el mercado de verano va a acabar y las hemerotecas van a quedar repletas de ejemplos.
En su momento opinábamos que era un error el que cometían muchos futbolistas que, siendo importantes en equipos que podríamos describir como de menor envergadura, se decidían a dar el paso a equipos «mayores» donde tendrían, como mucho, que luchar por jugar algún partido y en el que tendrían muy difícil consolidar una titularidad. A mi me cuesta pensar en dar un paso en el que perdiese mi rol principal en favor de uno secundario en una empresa más grande, a no ser, y esto es la clave, que estuviese bien pagado. En aquel artículo hablábamos en clave sevillista y nombrábamos a Sarabia. Precedentes procedentes (valga la redundancia) de Nervión hay muchos. Jugadores que perdieron su rol protagonista al salir de Sevilla. Hablamos de los Vitolo, Kevin Gameiro o Grzegorz Krychowiak. Esto sucede constantemente en todos los niveles. Cualquier equipo, cualquier edad.

Pero, últimamente, se ha impuesto una máxima que se ha convertido en ley: el jugador juega donde quiere. Habría que añadirle algo obvio. Eso sucede si se tiene la suficiente calidad como para elegir. Está claro que en muchas ocasiones los jugadores y su extensión, en forma de agentes, tienen la sartén por el mango. Presionan y hacen pensar a su club de origen que probablemente lo más juicioso sea acceder a los deseos de un jugador que, en caso contrario, permanecerá a disgusto en el mismo sitio, pensando, seguramente, en salvaguardar su integridad física, en meter el pie, pero poquito y en los dólares y euros que le caerán en el futuro, como si el dinero del presente tuviese menor valor. Y claro, los equipos de origen, viendo como un año así significa perder billetes en la venta, acaban cediendo y accediendo.
Reflexionando sobre ello tengo que volver a la clave sevillista. De algún modo, la desafección que el jugador siente hacia un club que le ha dado todo durante unos años se acaba contagiando a la afición. ¿Por qué llego a esta conclusión? En los bares, los de verdad y los virtuales, la noticia de que Wissam Ben Yedder piense que está en el momento idóneo para irse ya no enfada a casi nadie. Al menos eso he percibido. Y estamos hablando de un jugador realmente querido. Pero lo que más he escuchado es ese otro tópico de que «muchas gracias por los servicios prestados y que cierre la puerta al salir». Será tópico, pero es una gran verdad. Una afición como la sevillista, sometida a una política de éxito basada en la multitransacción, revalorización y de nuevo multitransacción ha madurado esa desafección hasta el punto de aceptar con cierta naturalidad la huida de estrellas.
Y lo hacemos porque la ilusión ahora no la produce el tener un equipo de buenos jugadores consolidados, sino las estrellas por descubrir. Los aciertos en la planificación de incorporaciones. El porvenir. El jugador tiene la sartén por el mango pero el aficionado ya no siente la frustración que su deserción le producía en el pasado. Se está generando una especie de indiferencia ante la ambición. Ambos sentimientos son legítimos. En este punto, prefiero mantener la camiseta de mi equipo libre de nombres e ídolos. Casi que prefiero la posibilidad de elegir la camiseta de un antiguo jugador que la de la próxima figura. A cambio les propongo un trato: señores jugadores, futuras estrellas, no besen el escudo, por favor, no engañen.
Desde otro punto de vista, pero siempre hablando de afectos, apelar al sentimiento de identificación con un club en el acto de la presentación de futbolistas y entrenadores genera situaciones hilarantes. Es de risa la cantidad de jugadores que de pequeños soñaban con jugar en un lugar en concreto, y cómo esperan al día de su puesta de largo ante la afición de ese club para confesar ese secreto que tenían tan bien guardado. Esa revelación hecha ante el pater familias orgulloso de traer a casa a tanto soñador descarriado. Algunos encontraron la luz a pesar de convivir con mascotas con el nombre de la estrella de su máximo rival ¡Qué traicioneros son los sueños! A mi lo que me llama la atención es la habilidad de este poder, tan antiguo y tan voraz, para no someterse a las reglas de la obsolescencia. La mofa ajena no le llega. Pero es que no le va mal. Mejor no comulgar con ruedas de molino.

Es por ello que, volviendo al hilo, la relación más sana en su locura es la que se establece entre el aficionado y su club, su equipo. Quiten nombres. Quiten hombres. Ellos pasarán y mostrarán sus desafectos. Nos toca a nosotros aceptar sus caminos con la mayor indiferencia. Amen a sus clubes siendo conscientes de que no ganan nada con ellos. Pero quiéranlos siendo conscientes de que les dan el soplo de aire fresco que les ayuda a continuar. Eso sí, tengan en cuenta que a la hora de disfrutar de los jugadores, y últimamente de los entrenadores también, háganlo como lo hacen con una buena hamburguesa. Comida rápida. Placer inmediato. Adiós.
En una sociedad con prisas las estrellas son fugaces. Hemos de entender que el aficionado debe serlo de un equipo, de un club, de los valores que le da su afición, su idiosincrasia (y no eslóganes de baratillo sin fundamento), de los amigos que comparten su pasión. Los aficionados podremos apoyar a los profesionales, pero sabiendo separarnos lo suficiente para que no sean más que un recuerdo cuando decidan continuar su trayecto alejados de nosotros.
Por eso Wissam, Ever o Pablo no deben ser más que estrellas fugaces en el universo que representa el sevillismo. O Griezmann en el Atlético, o Jordán en el Eibar. Cuando les toque se irán, pero tú, al igual que yo, continuaremos aquí, porque ambos, lo sabemos, sí que soñamos defender un escudo cuando éramos unos niños. Porque ambos, lo sabemos, defenderemos ese escudo, el nuestro, hasta que nos toque partir.