Hace unas semanas una de esas comentadísimas fotos que se publican en nuestro perfil de Facebook me hizo rememorar mi infancia futbolística. Aquella en la que llenaba mi extenso tiempo libre con álbumes de cromos y partidos improvisados. La época de las primeras defensas encarnizadas por mis colores en el patio de un colegio. Y aunque poco sabía entonces de táctica, sí idolatraba a ciertos futbolistas que poco tienen que ver con el canon actual de estrellita. Jugadores artesanos que daban la cara en el campo en un tiempo en el que el marketing, que hoy todo lo envuelve, aún estaba en pañales. Futbolistas como Vlado Gudelj.
Porque ya por aquel entonces sabía de mi interés por el fútbol internacional. Era conocedor de mi atracción por el exotismo balompédico en un tiempo sin internet. Cuando la satisfacción de esta curiosidad se limitaba a las páginas finales de algún diario deportivo, los Mundiales y las Eurocopas. Y aunque Gudelj jugaba en nuestra Liga, concretamente en el Celta, luego en el Compostela (¡madre mía!, el Compos da para otro artículo) formaba parte de mi olimpo de futbolistas extranjeros. Un yugoslavo que como tantos muchos poblaban las plantillas españolas en aquel tiempo. Futbolistas de la talla de Meho Kodro, el otro protagonista de este artículo.
La guerra que lo cambió todo
Lógicamente, a esa tierna edad no podía asociar la proliferación de balcánicos en España a ningún hecho concreto. Allá por el año 91 y con sólo cinco años me bastaba con saber dónde pisaba. Más adelante entendí que todo ese desembarco de jugadores procedentes de la antigua Yugoslavia no respondía al mero hecho del buen momento de su fútbol. Y no se limitó a una temporada, fue paulatino. Aunque si nos centramos en la 91-92, podemos destacar los casos de: Stevanovic (Osasuna), Petrovic y Suker (Sevilla), Prosinecki (Real Madrid) y por supuesto, Kodro (Real Sociedad) y Gudelj (Celta). Sólo días antes, había estallado la guerra.

Para ser exactos, habría que hablar de guerras, yugoslavas o de los Balcanes. Sin entrar mucho en política, la diversidad étnica y territorial existente en Yugoslavia la acabó por resquebrajar tras la caída de la URSS. Cada territorio se oponía a Serbia en un conflicto marcado por el genocidio entre compañeros, amigos e incluso parientes. Poco importaba el fútbol en aquel momento. Las familias dejaban atrás su tierra y su vida con un único fin: la supervivencia. Tierras como la de Mostar, la cual tuvieron que abandonar nuestros protagonistas.
Mostar en el epicentro
Y es que si las cosas se habían puesto difíciles en Bosnia, más aún en la capital herzegovina. Como si de un Berlín reeditado se tratase, las tropas croatas dividieron la ciudad en dos. Y el fútbol, que ya lo había estado históricamente en la misma, fue fiel reflejo de la escisión.
En el lado croata el Zrinjski, formado por partidarios de este país y prohibido durante años, renacía usurpando el gran estadio Bijeli Brijeg (colina blanca) al poderoso Velez. Un Velez Mostar probosnio que tuvo que improvisar una sede mucho menor al otro lado del río, al otro lado de la trinchera. El Stadion Vrapcici en el que aún juega como local como herencia de la ignonimia.

Ese fue el origen del declive de un club que sólo un lustro antes había plantado cara a los todopoderosos equipos serbios. No pudo hacerse con la liga en la ocasión que más cerca estuvo y estará de conseguirlo, pero sí pudo desquitarse con el título copero. Aunque los más sabios miraban más allá de ese once campeón. Porque ese equipo, por aquel entonces, vivía con la ilusión de contar en sus filas con dos promesas: los delanteros Gudelj y Kodro. Un croata y un bosnio musulmán, dos amigos que simbolizaban la contienda fraticida. Dos delanteros a los que el destino les privó de hacerse grandes ante su gente. Pero en Mostar no había lugar para la esperanza.
Dos carreras divergentes
El primero en llegar a España fue Gudelj. En concreto, un 18 de julio de 1991 a un Celta de Vigo que venía de terminar 14º en segunda división. Pocos pensaban entonces que este desconocido jugador, que no acabó en Burgos por intercesión de Juric, sería tan determinante en la vuelta a la élite de los celtiñas. Hasta que debutó en Balaídos y se marcó un doblete frente al Lleida.
Luego llegarían veinticinco goles más que le otorgarían el pichichi de plata. Y su idilio con el gol, y la grada celeste, no tuvo fin. Tanto es así, que sigue siendo el tercer máximo artillero del club en 1ª con 68 goles en siete temporadas. Y aunque estuvo un par de años en el Compostela y se retiró en el Hajduk Split, hoy es delegado de su Celta.

En el mismo 1991, pero ya con cinco tantos en la Liga yugoslava, llegó Kodro a San Sebastián. El traspaso fue a cambio de 100 millones de pesetas y gracias a la amistad de Toshack con su técnico en el Velez Mostar. No obstante, le dijeron en broma que llegaba a prueba. Quizás uno de sus famosos kodrazos disiparía las dudas. Porque encadenando registros goleadores top, poco tardó en devenir estrella txuri urdin. Números que llevaron a la Real a Europa y a Kodro al Camp Nou.
Sin embargo, la alargada sombra de Romario, al que debía sustituir, la destitución de Cruyff y el runrún de la guerra en casa le hicieron durar sólo un año en el Barça. Su destino fue Tenerife. Allí nunca llegó a las cifras realistas aunque alcanzó unas semis de UEFA. De ahí al Alavés un año antes de la gran gesta europea y retirada en Israel. Hace ya más de un año que no entrena y su apellido ahora suena con otro nombre, el de su hijo Kenan.