Una vez más, Braulio esperó el momento preciso para salir de su escondrijo. El silencio envolvía todo y la noche estaba cerrada. Se sabía el camino de memoria, la luz no hacía falta. Llegó para coger un sitio privilegiado entre unos grandes paneles apoyados contra un muro lleno de pintadas y símbolos que él no entendía bien, de mayor los comprendería perfectamente.
Llegaron con algo de retraso. Riéndose y formando un improvisado terreno de juego. Las pesadas mochilas eran las porterías y sus cascos eran los banderines de córner. Después de quitarse los abrigos, unos se subían las mangas, otros los pantalones. Hacía mucho frío, Braulio entendió que lo principal era la comodidad para el partido. Hubo algunas quejas por la manera de repartir los equipos. Demasiados oficiales en uno y soldados rasos en el otro.
Era conocido en todo el cuartel, y en el pueblo, el mal perder de los oficiales. Cualquiera hacía una entrada o un buen marcaje a sabiendas que era posible unas sanciones una vez acabado el encuentro.
Braulio iba con los oficiales. Le atraía el brillo de las medallas y las banderas, además jugaban muy bien. De mayor, quería ser oficial. No entendía muy bien el idioma que hablaban, aunque poco a poco se le hacía el oído. Todo pasó muy rápido. Un discurso de un señor por la televisión del salón, parecía muy enfadado. La gente del pueblo en la calle haciendo mucho ruido, él no comprendía nada. A los pocos días, todo se llenó de soldados.

Su madre no permitía que saliera sólo a la calle. Los fines de semana, bajaba la guardia, y Braulio salía por la ventana de su cuarto a ver el improvisado partido. No daban ya fútbol por la radio. Tampoco en la televisión. Sólo quedaban aquellos hombres de uniforme como ejemplo de que seguía existiendo ese deporte. De un momento a otro, comenzaría el juego.
Comenzó como siempre. Paliza de los oficiales. Perdió la cuenta de cuántos goles de ventaja llevaban ya. De los soldados, había uno muy delgado que siempre era parado con faltas. Estaba cojeando. Recuerda ese detalle debido a que a pesar de la cojera, marcó un golazo. Regateó a tres defensas antes de colocarla junto al palo izquierdo. También, era el mismo soldado que trajo comida, vendas y chocolate a su casa cuando finalizó todo.
Braulio bajó la guardia, centradísimo en los pases y regates. En las paradas de los porteros que ignorando la dureza del terreno bombardeado, no temían dejarse las rodillas y codos impidiendo el gol rival. No ahorraban esfuerzo alguno. Era un espectáculo digno de ver. Quince a tres. No hubo ni un ápice de remontada.
Cuando todo estuvo despejado, saliendo de su escondite, se colocó en el centro de aquel estadio. Sacó de su bolsillo su pequeña pelota de trapo. Comenzó a correr regateando rivales imaginarios, todos coreando su nombre. Nadie era capaz de parar semejante zancada.
Arriba y abajo. Él y el balón. Nada más. Era una final, había que darlo todo. La copa se quedaría en casa. El resto lo habían metido las botas negras y cascos militares en grandes camiones. Esto no. Era suyo. La medalla correspondiente la pondrían orgullosos sus padres encima de la chimenea. Él sólo quería fútbol.