En aquel momento existían pocas opciones, por no decir ninguna, de que aquel humilde equipo de fútbol, formado por los pocos hombres y mujeres capaces en el pueblo de aguantar noventa minutos corriendo, lograran algo de aquel partido simbólico. No había nada en juego. Entiéndase nada como el hecho de que no habría multitudinarias ruedas de prensa, ni antes ni después del juego, ni análisis de ningún experto, no existía un trofeo. Nadie leería ninguna crónica del resultado, nadie lo comentaría por sus redes sociales. El partido se jugó sin más.
Uno no puede ser más claro. Primero, un vecino comenzó golpeando un humilde balón de trapo en la vieja pista del barrio. A ese solitario pelotero se le unió más tarde otro vecino. A estos dos se les unió un tercero, un cuarto y un quinto, etc. Ya había dos equipos, con sus banquillos y todo, dándole patadas a aquel esférico. La doctora del ambulatorio resultó ser un puñal por la banda izquierda, el encargado del estanco un más que fiable guardameta. Bastante curioso fue la baja forma de los jóvenes, incapaces de dar un centro en condiciones si no venia precedido de la pantalla de su teléfono móvil.

El marcador era lo de menos, no se había jugado ningún partido de ida responsable de crear un resultado adverso que remontar. Tampoco era necesario sumar tres puntos. No había locutores. Nada de cámaras. Lo más parecido a la alta competición de fútbol era lograr que tu adversario metiera menos goles que tú. Y en ello estaban día tras día. No existía convocatoria oficial, era cuestión de ir uniéndose. Los recién llegados se unían al equipo con menor cifra de jugadores. Así de simple. La figura del entrenador era invisible. Los propios jugadores pedían ser sustituidos cuando no podían más. Entre ellos dialogaban si lanzarse al ataque o mejor contragolpear.
La televisión no cubría el evento. La radio muda. Internet indiferente. Y seguían los gritos de júbilo en aquella plazuela, los goles, regates, faltas amistosas que serían perdonadas entre cafés o cervezas tras acabar el juego. Estaba todo ahí. La emoción de tirar un penal, la emoción de pararlo. Dar una asistencia de pura fantasía. Desde luego, aquellos vecinos no ocuparían ninguna portada. No hace falta. Día tras día, se jugaba el partido. Nunca se repetían equipos. Si por un casual, al llegar demasiado tarde, estaban todos los huecos cubiertos, siempre había gradas de sobra llenas de mirones que formaban tertulias deportivas. Era un fútbol anárquico. Quizás, dentro de su caos y ausencia de gloria, es donde poder admirar su belleza.
Ese es el fútbol en el sentido más puro y romántico de nuestro deporte,el que todavía se juega en pueblos del tercer mundo y que los viejos llegamos a practicar en nuestra niñez hasta en grandes ciudades, cuando el concepto barrio tenía el significado de familia y la plazuela era el patio que no tenía nuestra casa.
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