Fútbol. Es escuchar esa palabra y evocarnos esa salida del colegio cada viernes pensando: “comienza una nueva jornada”. Evocarnos a ese abuelo que nos cuenta cómo eran los campos de fútbol antaño, cómo se manchaban las piernas de barro, y que, poco a poco, nos iba inyectando esa pasión por el balompié. Evocarnos a los nervios de ver a tu equipo frente a una afición entregada, a la bolsa de palomitas en el microondas tres minutos antes del pitido inicial, al comentarista narrando las alineaciones, esperando que el mister haya elegido a esos jugadores por los que tu apostarías. Nos viene a la cabeza la alegría de un título, la pena de una eliminación, la emoción de plantarte, en vivo y en directo, frente a ese imponente verde por primera vez de la mano de tu padre, bufanda en mano.
Tratas de vivir el partido como tus ídolos, tanto que dan ganas de plantarse unas botas y saltar al césped con tu escudo en el pecho. Estos primeros párrafos describen (o eso intentan), el deporte con el que nos hemos criado y con el que tanto hemos vivido como un sentimiento, una pasión que es capaz de crear una rivalidad (sana) con ese amigo que tanto quieres pero que defiende otros colores. Una rivalidad que solo dura 90 minutos, los cuales tienen su prórroga en el bar, en la copa que va acompañada de pique entre el vencedor y el vencido. Porque el fútbol, lejos del fanatismo, es algo que merece la pena compartir. Pero, como bien he aprendido en esta vida, no todo es color de rosa. Todo, aunque no lo queramos ver, tiene un pequeño lado oscuro.
Y, ¿a qué me quiero referir con ese “lado oscuro”? Pues os lo explico. Si este artículo lo estuviese escribiendo el día que Pitus Prat marcó el primer gol de la historia de la liga española, allá por 1929, no tendría que escribir las siguientes líneas, y daría la tabarra con otro tema. Pero, afortunada o desgraciadamente (como cada uno quiera verlo), los tiempos han cambiado, también para el fútbol.
Aquel deporte que importaron los ingleses a finales del siglo XIX hoy se ha convertido en lo que popularmente conocemos como “fútbol moderno”. Y es sobre eso a lo que vengo a hablar. Entre la emoción y la intensidad del partido se han colado unos intrusos que, aunque han estado prácticamente desde el aterrizaje del fútbol en Europa, hoy cada vez toman mayor protagonismo, hasta casi tomar una posición de dominio. Hablamos del negocio. Hablamos de una cuestión de poder.
Los despachos no son nada sin el fútbol, el fútbol no es nada sin los despachos. Y es ahí donde se destapa la otra vertiente de este deporte. Los clubes se han convertido en auténticas empresas que acuden al patrocinio y al mercado de fichajes como fuentes de ingresos. Porque el mercado de fichajes es simplemente una autopista donde el dinero circula en doble sentido, y donde salen ganando los que mejor juegan sus bazas. Esas bazas cada vez se asemejan más a los lingotes de oro que hemos visto recientemente en La Casa de Papel. Cantidades desorbitadas de dinero que acaban en manos de grandes empresarios y de jugadores que no entienden del color de una camiseta, sino de la atracción de los billetes. La cuestión está en que cada vez vemos más normal que se le pague a un jugador casi un millón de euros por semana (como se rumorea con Mbappé y un posible ofrecimiento del PSG).
Que en el fútbol pasión y economía se cruzan es algo innegable. Por suerte, la segunda no eclipsa a la primera. Seguimos disfrutando como el primer día, como cuando éramos niños. Vivir la magia que esconde jugar al fútbol es un lujo. Comprar futbolistas, es un lujo desorbitado, cercano a la locura. En resumen, el lujo de patear un balón. Bienvenidos al fútbol moderno.
Escrito por Carlos Real
– Sevilla –