Aún me queda el regusto a salitre de la semana de vacaciones que hace sólo unos días pude disfrutar en Malta. Son muchos los atractivos que ofrece esta pequeña isla mediterránea a los miles de turistas que la visitan durante el año: clima, playa, naturaleza, cultura e incluso legados procedentes del neolítico como el templo de Ggantija.
Sin embargo, para el futbolero, el nombre de este país fundado por los caballeros templarios que defendían el cristianismo en las cruzadas siempre quedará asociado al mítico 12-1 con el que España hizo historia en el Benito Villamarín hace ya treinta y seis años. Un encuentro épico que aunque sirviese para clasificarnos para la Eurocopa de 1984 forma parte ya por sí mismo de la historia audiovisual de nuestro país.
Y claro, espoleado por este contexto, un servidor, friki del balompié internacional como ya muchos habréis podido inferir de algunos de mis artículos, no podía dejar pasar la oportunidad de vivir el deporte rey en este apasionante viaje. Y más cuando semanas antes, al ver el calendario UEFA, constaté que tras la clasificación del Valletta F.C. ante el Dudelange luxemburgués mi visita coincidiría con toda una eliminatoria de Champions League.
Para poner en contexto, el Valletta City es el equipo que representa a la capital de este estado en la liga profesional maltesa, que ostenta el pretencioso nombre de Premier League. Fundado en 1943 como fusión de dos clubes preexistentes, es el equivalente al Real Madrid en la isla, o lo que es lo mismo, el destino de todo aquel jugador destacado en otras escuadras. De hecho, son ya veintiséis los títulos de liga que alberga en sus vitrinas e innumerables participaciones en las rondas previas de los torneos UEFA. Sin embargo, comparar el atractivo que supone un partido de la máxima competición continental en Chamartín con un encuentro en Ta’Qali podría resultar irrisorio.
De hecho, ni siquiera cuentan para estos envites con el mayor estadio del país, el Estadio Nacional, que con capacidad para 18.000 espectadores, se reserva a la selección nacional y lo podemos ver en los exóticos encuentros clasificatorios para Eurocopas y Mundiales. Los leones, que es como se conoce a los capitalinos, se conforman con jugar en el anexo MFA Centenary Stadium, en el que siendo generosos caben 2.000 espectadores y nada tiene que envidiar a algunos campos de nuestra 2ªB. Y ahí es donde comienza mi experiencia con el fútbol maltés, en el trayecto hacia el estadio.

Malta sólo cuenta con un medio de transporte público, el autobús, y esto, unido a la herencia británica de conducir por la izquierda, lo convierte en la única opción de desplazamiento si no quieres alquilar un coche y confundirte en alguna rotonda. Pero claro, esperar servicios especiales para acudir al partido en Ta’Qali, a unos 10 km de la capital, era como apostar a que los red and white se llevasen la orejona este año. Los autobuses regulares finiquitaban sus prestaciones dos horas antes del evento y los múltiples placeres gastronómicos que ofrece este pequeño país pulverizaron el margen temporal con el que contaba para acudir al encuentro.
En conclusión, tuvimos que coger un taxi que nos llevara para poder llegar al pitido inicial. Lo más significativo fue cuando tuve que explicar al taxista que no íbamos a esa zona a disfrutar del festival de la cerveza que se celebraba en el cercano parque nacional sino que acudíamos a un partido de fútbol. “¿Quién juega?”, me preguntó, y en ese momento supe que en Malta el deporte rey no llega ni a duque. Le expliqué que se trataba de un partido de Champions League y se limitó a asentir con una mueca cercana al sí que se le dice a los locos. Pero no iba a cejar en mi empeño, cargado de la misma ilusión con la que cada dos fines de semana acudo al estadio de mi equipo, llegamos en media hora al lugar del partido.
Lo primero que hicimos al llegar fue preguntar a una pareja de policías dónde se compraban las entradas, ya que no era capaz de alcanzar con la mirada ningún tipo de taquillas, algo que yo esperaba frecuentado por colas de asistentes. Y ahí llegó la segunda sorpresa, cuando vimos que nos señalaban a una mesa plegable de las que ya no se venden en España en la que tres hombres de avanzada edad contaban con el limitado merchandising del que dispone el equipo: camisetas, bufandas y alguna gorra. Al llegar hasta ellos, les pregunté con poca convicción por los tickets y lejos de ofrecerme diversas zonas del estadio, me dijeron 20€ por persona y así pude comprarlas.
Curiosamente, las tenían todas impresas con un formato estándar en el que aparecía el logo oficial de la Champions League. Zonas, pensaba, ¡qué iluso! El estadio sólo contaba con una grada de libre disposición que me recordaba al Arturo Puntas Vela de mi amada ciudad de Rota. A esas alturas, me resultaba increíble poder asistir en esas condiciones a todo un partido de Champions League. Y ojo, que jugaban contra el mítico equipo húngaro del Ferencvaros.
Uno de esos equipos, que al igual que el vídeo mató a la estrella de la radio según los Buggles, han sucumbido al fútbol moderno de los millones. De hecho, seguramente, pocos de esos chavales que se compran hoy en día las camisetas del Manchester City o el PSG sabrán que hace décadas, cuando este deporte realmente lo era, los verdiblancos ganaron una Copa de Ferias a toda una Juventus y llegaron a dos finales continentales más. Un rival que por lo tanto, aumentaba el misticismo de esta experiencia.

La espera hasta el pitido inicial, y también el desarrollo en sí, para que nos vamos a engañar, la pasamos bebiendo cerveza, ese maná prohibido en nuestros campos de fútbol para evitar la violencia. Sí, todo el mundo sabe que prohibir el alcohol durante 90 minutos a energúmenos, como los hay en todas las masas, que llevan ingiriéndolo durante horas en los aledaños del estadio es infalible. También lo dediqué a jalear el calentamiento del único español, aunque nacido en República Dominicana, del conjunto maltés, Enmy Peña.
Pensé que recibir como obsequio su camiseta al final del partido sería un regalo tremendo, aunque nunca sucedió. Quizás estaba más preocupado por su físico, ya que pese a ser el más técnico, de largo, de todo el equipo, sabía lo que se le venía. Aunque quién le iba a decir a un exjugador de la tercera división madrileña que acabaría jugando en la máxima competición UEFA. Y por supuesto, otro de los focos de atención en la previa fue ver al hijo del mítico Bonello calentando bajo palos. Y es que lejos de acabar con la tradición familiar con el guardameta que encajó los doce goles en 1983, y que le valió para ser conocido en España hasta el punto de protagonizar anuncios, su vástago defiende las redes del Valletta City.
Otro detalle curioso fue el nutrido grupo de seguidores italianos que ocupaban las gradas con el mismo interés en lo exótico que me ocupaba. A buen seguro, habían aprendido el nombre de los compatriotas que saltarían al césped y los animaban como si de un Inter-Milan se tratara. Al que más exaltaban era a Kevin Tulimieri, cuya historia no puedo obviar. Resulta que tras jugar en divisiones amateurs del país transalpino, este extremo diestro decidió emigrar a Malta para buscarse la vida.
Un día mientras trabajaba de friegaplatos en un bar de Hamrun se enteró de que se iban a celebrar unas pruebas para buscar jugadores que se incorporasen al equipo local, el Hamrun Rovers. La experiencia fue tan satisfactoria que no sólo lo cogieron, sino que ese año, el pasado, fue nombrado mejor jugador de la Premier League. Algo que no se le escapó a los dirigentes del City, que lo ficharon para el proyecto europeo de esta temporada en el que es uno de las estrellas.
Pero volviendo a los tifossi, era tan random su asistencia al encuentro que tras la marcha a vestuarios de los locales, comenzaron a animar a Lanzafame, delantero italiano de los húngaros en el choque. Para cuando llegó el pitido inicial yo ya había vivido lo más interesante de mi experiencia Champions en Malta y mi mujer le había hecho más fotos al equipo que las que pueden tener de toda una temporada. Empezaba el sufrimiento.

¡Qué manera de defender! Quizás fuese el seguimiento que le había hecho al equipo en las semanas previas o ese romanticismo que impregna mi visión del fútbol, pero sufrí y mucho. Sobre todo en los primeros minutos. Sin ser exagerado, los húngaros se pudieron poner con 0-3 en los primeros cinco minutos. La espalda de los centrales era una bicoca y Bonello se limitaba a hacer la estatua mientras el asedio del Ferencvaros ponía nervioso al más calmado. He de reconocer que he visto defender mejor a algunos equipos de mi barrio. Pero yo ya me había mimetizado, ansiaba el milagro que remontase el 3-1 de la ida como si fuese valetés desde chiquitito.
Alentaba las internadas de Peña desde el lateral diestro, espoleaba la verticalidad de Tulimieri y aplaudía el control de balón del experimentado Muscat en la medular como uno más. Entonces, lo que parecía imposible se hizo realidad y justo antes de cumplirse la primera media hora de partido los húngaros tuvieron que atajar una peligrosa jugada local cometiendo penalty. Visto el nivel del equipo no quería ni mirar la ejecución, pero a Fontanella, otro de los italianos del conjunto, no le tembló el pulso para delirio de la grada.

Y así se llegó al descanso, llenando el corazón, que no la razón, de motivos para creer en el pase a 3ª ronda de toda una Champions League. Pero entonces fue el Ferencvaros quien se decidió a dejar de sestear y con un gol de Nguyen, quizás en la oportunidad menos clara, acababa con las esperanzas maltesas. Y así acabaría el encuentro, con el 1-1 final que provocó la caída del Valletta City a la Europa League, donde en estos días no ha sido capaz de derrotar al Astana. Ya saben que el fútbol es un estado de ánimo y su oportunidad estuvo en el día que por primera vez vi fútbol en Malta. Aquel día en el que aquellos once desconocidos jugaron el partido más importante de sus vidas mientras casi nadie en la ciudad sabía siquiera de la celebración del encuentro.
De la vuelta al hotel y cómo nunca pasó un autobús por una parada repleta de húngaros estando programado para minutos después del encuentro, no es necesario hablar. Para entonces yo ya era feliz, porque durante noventa minutos había sido un seguidor más del Valletta City, un seguidor del fútbol humilde que tanto admiro. Y hoy en Sevilla, ciudad donde el fútbol mueve a decenas de miles de personas, aún guardo con esmero un polo azul del Valletta City, ya mi equipo en Malta, y esas dos entradas que le compré a ese hombre mayor en una mesa plegable de playa.