Grosics, Buzansky, Lantos, Bozsik, Zakarias, Lorant, Kocsics, Czibor, Budai, Hidegkuti y Puskas. Once nombres que cualquier húngaro aficionado al fútbol sabe recitar de memoria aún hoy. Once nombres que conforman uno de los equipos más legendarios y que mejor fútbol ha practicado a lo largo de la historia del balompié.
Constituye la de este conjunto, bautizado en Hungría como “El equipo de oro” o “Los magiares poderosos”, una de las más emocionantes epopeyas futbolísticas y rodeadas de épica que el mundo del deporte rey haya podido nunca contemplar. El más formidable precedente del fútbol total, aderezado con historias humanas propias de un mundo que ya se fue, salpicado de dramas personales y turbulencias políticas, de caprichos de dictadores y de huidas en la clandestinidad, de revoluciones y de tanques por las calles de Budapest; y de la fatalidad de una desafortunada, infausta, caprichosa y lluviosa tarde que tuvo lugar durante el verano de 1954 en Berna.
Con admiración hacia estos magiares poderosos. Ésta es su historia.
Los inicios. Se empieza a forjar la leyenda
Siendo una generación nacida a lo largo de la década de los años veinte del pasado siglo, empiezan a despuntar a mediados de los años cuarenta, bajo la batuta de una de las mentes más preclaras de la historia del fútbol magiar, Gustav Sebes, el brillante seleccionador de este equipo de leyenda.
El azar quiso hacer coincidir en el espacio y en el tiempo a una extraordinaria y talentosa camada de futbolistas con la madurez de un entrenador de ideas revolucionarias para la época que, además, ejerció de padre y de protector de muchos de ellos en no pocas ocasiones.
Sebes se hace con la batuta de la selección húngara en el año 1947. Por aquella época, amén de los anteriormente citados al inicio del artículo, despunta con especial empuje un joven chaval de un talento y una calidad descomunal que está asombrando a todos por sus grandes actuaciones en el Vasas de Budapest. Estamos hablando de Ladislao Kubala, quien estaba llamado a ser el líder de la selección magiar junto con los Puskas, Kocsics, Hidegkuti y compañía. Dicen quienes vieron jugar a esta generación de oro que era Kubala el que sobresalía sobre el resto.

No obstante, aquél que estaba llamado a comandar este mítico equipo sólo llegó a jugar con la selección nacional húngara siete partidos, ya que en enero de 1949 huyó de Hungría para no volver en años. Tomó la determinación de huir de la dictadura comunista de su país oculto en un camión de matrícula soviética disfrazado de soldado del Ejército Rojo.
Desde el final de la II Guerra Mundial, Hungría había quedado bajo la órbita de la URSS y se impuso la prohibición de salida del país sin permiso gubernamental. En aquella época, además, en muchos países al este del Telón de Acero se imponían restricciones a la salida de deportistas de élite para jugar en países del bloque occidental. En el caso húngaro no había restricción, sino prohibición total, y el joven Kubala, ferviente anticomunista, no era de los que se amilanaba ni se dejaba cortar las alas. Así que emprendió la huida, seguro dolorosa, de su país.
Se exilió en Italia, donde mantuvo negociaciones con diversos equipos transalpinos. Estuvo a un paso de firmar por el mejor equipo italiano de la época, el poderoso e imbatible Torino, que dominaba con mano de hierro el Calcio de finales de los cuarenta. Las negociaciones entre Kubala y el combinado piamontés no llegan a fructificar, y el joven Ladislao termina enrolándose en las filas del modesto Aurora Pro Patria, que fue el único club que le dio garantías económicas suficientes, habida cuenta de la incertidumbre que se cernía sobre el jugador por una posible sanción de la FIFA al haber violado la legislación nacional del fútbol húngaro.
Y Kubala puede dar gracias al destino de que el Torino no se atreviera a acometer su arriesgada incorporación. Apenas dos semanas después de frustrarse su fichaje, la plantilla del equipo turinés y su cuadro técnico al completo perdían la vida en el desgraciado accidente aéreo de Superga. Otro equipo de leyenda que quedó marcado por la fatalidad. Prácticamente, Kubala había vuelto a nacer, pero su vida futbolística nunca volvería a converger con la de sus compatriotas de la generación de oro, que empezaron a hacer historia poco después.
El liderazgo de Gustav Sebes
Como habíamos indicado anteriormente, gran parte del éxito de los Magiares Poderosos se debe al buen hacer del seleccionador nacional. Y no sólo a su buen hacer técnico-futbolístico, sino a su liderazgo, a su carisma y a su carácter de padre protector para con una buena parte de la plantilla.

Para comprender que Gustav Sebes no fue solamente un simple entrenador, baste reseñar otra historia cargada de tintes dramáticos y con final feliz que esta generación de oro nos ofrece a los amantes del fútbol. Y es que la selección húngara de los cincuenta compendia, como hemos podido ver en el caso personal de Kubala, épica futbolística y personal en el marco de una época histórica fascinante que convierte dicha combinación en una oda al balompié.
Gyula Lorant era otro de los componentes de esta inigualable generación magiar. Al igual que Kubala, intentó huir también del país a inicios del 49, pero desafortunadamente para él fue capturado en el intento. Dio con sus huesos en uno de los campos de “reeducación” que el Régimen tenía reservados para aquellos osados que se atrevían a intentar huir de suelo patrio.
Gustav Sebes, amigo personal del dictador húngaro Rakosi, intercedió por Lorant, empeñando su palabra ante el tirano y asumiendo la tutela de Lorant y garantizando por su honor que el jugador no iba a intentar huir de nuevo. Rakosi era el hombre puesto por Stalin en Hungría al término de la II Guerra Mundial y se llegó a definir a sí mismo como “el alumno más aventajado de Stalin”, para que nos hagamos una idea aproximada de la calaña del individuo.

Empeñó ante el déspota su palabra y, por ende, su vida. Interceder personalmente de esa manera por uno de sus jugadores le concedió al honorable Gustav Sebes ese halo de líder que hizo que sus chicos le siguieran con fe inquebrantable. No sólo era ya su entrenador, sino su líder, una persona en quien confiar. Y cuando un grupo cargado de talento es además movido por la fe ciega en aquél que los dirige, ese grupo es capaz de cualquier cosa.
Por supuesto, Lorant se mantuvo leal a Sebes y no defraudó su confianza. El Régimen le concedió la libertad y pudo salir a Austria con el resto de sus compañeros a jugar un partido de la por entonces prestigiosa Copa Internacional, que tuvo lugar en Viena el 19 de octubre de 1949. Lorant volvió con sus compañeros a Hungría tras la disputa del encuentro y naturalmente no traicionó a su entrenador y protector, al artífice de su salida de aquel ominoso campo de «reeducación».
El maestro Gustav Sebes se había ganado la confianza de sus chicos. Se estaba gestando algo grande.
Camino a la consagración. El fútbol socialista y aquel verano del 52
La racha triunfal del Equipo de Oro da comienzo tras perder en abril de 1949 contra Checoslovaquia. Pues bien, desde esa fecha y hasta 1956, Hungría disputó cincuenta y cuatro partidos, perdiendo sólo uno. Ya adivinará el lector más adelante cuál fue ese marcado encuentro que perdieron los Magiares Poderosos durante ese periodo.
Un hito de marcada importancia en el periplo de este legendario equipo se dio en el verano de 1952 en Helsinki. Acogía la capital finesa los Juegos Olímpicos de aquel año y en la disciplina de fútbol el equipo magiar presentó sus credenciales y se plantó en la capital báltica con sus mejores galas. Era un equipo aún desconocido para el gran público, que se quedaría atónito con el juego desplegado por los chicos de Sebes.
Por aquel entonces, el campeonato de fútbol en los Juegos Olímpicos no era un torneo menor en el mundo del balompié como es ahora. Es decir, representaba un gran prestigio internacional y era considerado prácticamente igual que coronarse campeón del Mundo.
Se deshicieron con algunos problemas, fruto de los nervios de un estreno olímpico, de Rumanía en la ronda preliminar por un apretado 2-1. Pero tras ello, se desató la poderosa maquinaria de lo que Gustav Sebes dio en llamar “Fútbol Socialista”, considerado como la inspiración y el antecedente directo en que se basó Rinus Michels en los setenta para su Fútbol Total al mando de la Naranja Mecánica de Cruyff y Neeskens.
El Fútbol Socialista, esta criatura alumbrada por Sebes, era un trasunto de la sociedad socialista extrapolada a un terreno de juego: los futbolistas no tenían una posición fija, iban rotando de demarcación en el campo según la coyuntura que exigiera el partido, como buenos proletarios del deporte. Así se desconcertaba al rival. Todos al ataque. Sin contemporizar, sin reservas. Y todos a defender. Y decimos que constituía un trasunto o una metáfora de la sociedad ideal socialista por cuanto que Sebes llegó a declarar que en su equipo todos podían desempeñar cualquier función, sin distinción de clases o de roles.
Fruto de ello, la ya citada continua rotación de posiciones que experimentaban los jugadores a lo largo de los encuentros. Los sistemas por antonomasia que Sebes dibujaba sobre el terreno de juego eran el 4-2-4 y el 3-2-5. Tácticas de otros tiempos.

Desplegando esta filosofía de juego, en primera ronda en aquellos Juegos vapulearon por 3-0 a Italia, ya bicampeona del Mundo por aquel entonces, habiendo ganado precisamente su segundo Mundial en 1938 en Francia derrotando a Hungría en la final. Tras los italianos, turno para Turquía, que salió humillada por un incontestable 7-1. En la semifinal, la poderosa Suecia de Lindholm, que sucumbió por 6-0 ante los Poderosos Magiares y su Fútbol Socialista.
Llegó la final. Esperaba el 2 de agosto en Helsinki la Yugoslavia de Vujadin Boskov. Pero ya nadie iba a impedir a los chicos de Sebes conquistar el oro para Hungría, en un partido en el que los Puskas, Kocsics, Lorant, Hidegkuti y compañía batieron al elenco balcánico por 2-0. Euforia en las calles de Budapest y de toda Hungría.
El recibimiento al equipo fue en olor de multitudes. Nadie esperaba tan sonado éxito. Nadie salvo, claro está, Gustav Sebes, quien era perfectamente consciente del potencial de sus jugadores y que años más tarde, tras la muerte del dictador Rakosi, se supo que fue él quien le convenció de dejar al combinado nacional disputar los Juegos en un país enemigo, pues Finlandia pertenecía al bloque capitalista.
Hungría campeona olímpica de fútbol. En el horizonte, el Mundial de Suiza, que iba a tener lugar sólo dos años después. Era ahora o nunca para el fútbol magiar.
[sc name=»adhome» ]Una máquina de arrasar
El plantel, tras el éxito sin paliativos de Helsinki, sabía que tenían una oportunidad única de coronarse campeones de la Copa del Mundo en la inminente cita suiza que iba a tener lugar en 1954.
La selección húngara vapulea a todo rival que se le cruza en su camino en la preparación de la cita mundialista. El hito más sonado: ser la primera selección de fuera de las Islas Británicas en vencer a Inglaterra en su propia casa. Ocurrió en 1953 en un Wembley abarrotado por cien mil almas. Los chicos de Sebes le dieron un repaso de época a los británicos, dejando para la Historia un memorable 3-6 que pudo ser mayor de no haberse anulado un gol por fuera de juego inexistente cuando iban 0-1.
El equipo inglés pidió la revancha para intentar resarcirse de dicho varapalo. El siguiente encuentro tuvo lugar en Budapest aquel mismo año. Hungría infligió a los ingleses una de las humillaciones más hirientes de su historia futbolística: un apabullante 7-1. El Fútbol Socialista era una máquina perfectamente engrasada concebida para arrasar a sus rivales.

Sin duda este equipo de oro se había ganado la vitola de gran favorito para el próximo Mundial. Y así, entre goleada y goleada a cada rival que le salía a su paso, llegó junio de 1954…
Suiza 1954. El camino a la final
La quinta edición de la Copa del Mundo de fútbol dio inicio en Suiza el 16 de junio del 54. En la mente de todos, un claro y gran favorito: Hungría. Casi treinta partidos invictos jalonaban la racha magiar.
El primer partido del grupo les empareja contra Corea del Sur, que sale vapuleada por un contundente 9-0. Días después es el turno de Alemania Federal, que muerde el polvo en el St. Jakob Park de Basilea por un humillante 8-3 que los magiares le endosan sin casi despeinarse. El primer puesto del grupo es claramente para los chicos de Sebes.
En cuartos espera Brasil en Berna. Este partido es recordado como uno de los más agresivos y violentos de la historia de los Mundiales y se le dio en llamar “La batalla de Berna”. Batalla que terminó decantándose del lado magiar (4-2).
Los húngaros se habían deshecho de los subcampeones del anterior Mundial. Para agrandar su leyenda, en semifinales le esperan los vigentes campeones: la bicampeona y potente Uruguay, que cuatro años antes había protagonizado otra de las grandes gestas de este deporte: el Maracanazo. Los charrúas igualmente sucumben ante el poderío magiar por 4-2, en un partido en el que Puskas no contiende por problemas musculares. Hungría está en la final.

Aquellas botas que cambiaron la historia
4 de julio de 1954. Wankdorsfstadion de Berna, cinco de la tarde hora local. Sesenta mil espectadores abarrotan las gradas del estadio suizo, esperando todos ver a Hungría alzar la copa Jules Rimet al término del encuentro. Era inconcebible cualquier otro desenlace. Esperaba Alemania Federal, sí, aquella selección a la que se había humillado en el grupo inicial del Mundial con un 8-3.
Treinta y tres partidos sin conocer la derrota. Hungría comienza arrasando, como era habitual, y a los ocho minutos ya gana por 2-0, fruto de los goles de Puskas y Czibor.
Pero de forma inesperada y súbita, el cielo de Berna queda cubierto de nubes y empiezan a descargar una fuerte e incesante lluvia. La final habría de disputarse bajo estas circunstancias. A todo esto, Alemania Federal se despierta del letargo que le había agarrotado al comienzo del encuentro y es capaz de empatar a dos al filo del minuto veinte de partido y es con este resultado en el luminoso con el que se llega al descanso.
Arrecia la lluvia durante el intermedio y el campo se va convirtiendo poco a poco en un barrizal mientras los contendientes descansan en la caseta. Aquí entra en liza un imponderable que no había sido tenido en cuenta por los Magiares Poderosos.
En los prolegómenos del partido, el representante de la por entonces incipiente y desconocida marca deportiva Adidas había ido promocionando sus innovadoras botas de tacos que estaban preparando para salir al mercado.
Consistían estas novedosas botas en un calzado que permitía fijar distintos tipos de tacos según las necesidades del partido que pudieran exigir en cada momento las condiciones climatológicas y de estado del césped. Los alemanes aceptaron el ofrecimiento de Adidas y probaron las botas para tan trascendente encuentro. Los húngaros desecharon la oferta, habida cuenta de que tenían firmado un contrato de exclusividad con un fabricante nacional.

La segunda parte se desarrolló bajo una lluvia inclemente, que convirtió el césped del Wankdorsfstadion en un barrizal impracticable. Pero, para sorpresa de los asistentes al encuentro, los jugadores alemanes parecían usar un calzado que les fijaba al césped, mientras que los jugadores húngaros hacían esfuerzos infructíferos por mantener el equilibrio en medio del fango suizo.
Había entrado en juego la “tecnología” en el fútbol y muchos achacan lo que vino después, en gran medida, al acierto germano en apostar por estas innovadoras botas de Adidas. La superioridad técnica incontestable de los magiares había quedado laminada por la superioridad tecnológica en el calzado de los alemanes que, cuando corría el minuto 84 de partido, pusieron el 3-2 en el marcador gracias a un tanto anotado por Rahn, que quedaría para la posteridad.

Quedaban sólo seis minutos para la finalización del encuentro y Hungría se lanza a la desesperada arriba, llegando Puskas incluso a anotar un gol, pero es anulado por fuera de juego previo de Hidegkuti. Los magiares son presa de la desesperación. El colegiado señala el final del encuentro y Alemania Federal se proclama por primera vez campeona del mundo de fútbol.
El sueño magiar se había esfumado cuando menos se esperaba, tras treinta y tres partidos arrasando a rival tras rival desde abril del 49.
El fatalismo se apoderó aquella lluviosa tarde de Berna de aquel equipo legendario comandado por Gustav Sebes que, veleidades del destino, siendo hijo de zapatero tuvo que ver cómo su sueño mundialista se esfumaba precisamente por utilizar su equipo un calzado inadecuado.
Epílogo demasiado prosaico para un equipo tan lírico. El Mundial se había escapado de la forma más injusta y dolorosa posible.
[sc name=»adhome» ]El ocaso. Revolución en Hungría.
No fue fácil para los chicos de oro sobreponerse al duro traspiés de Berna. Sin embargo, la vida seguía y, con Sebes siempre al frente, tras esta puntual pero trascendente derrota en la final de Suiza, volvieron a enlazar una nada despreciable racha de dieciocho partidos seguidos sin caer, de entre los cuales cabe destacar la prestigiosa victoria ante la URSS en 1955 en Moscú, que supuso la primera derrota de la selección soviética en casa en toda su historia.
Pero llegamos a 1956, concretamente al mes de octubre. El ambiente social que se vive en el país magiar es de asfixiante represión política. La Revolución Húngara está a punto de estallar, y en medio de toda esta agitación, el equipo más poderoso de la Hungría de la época, el Honved, preparaba su partido correspondiente a la Copa de Europa contra el campeón español, el Athletic Club. Estaba programado el partido de ida en Budapest para el 22 de octubre, pero la organización decide invertir el orden de los encuentros, habida cuenta del clima prerrevolucionario que se vivía en Hungría.
Así, el Honved al completo viaja hacia España y un día después del partido el pueblo húngaro toma las calles de Budapest y de las principales ciudades magiares alzándose contra el Régimen comunista. Había estallado la Revolución.

El Honved, ante la gravedad de los acontecimientos, decide no volver a Hungría y el partido de vuelta se juega en terreno neutral, concretamente en el – posteriormente infausto- Heysel de Bruselas. El partido de vuelta estaba previsto para el siete de noviembre, pero los jugadores húngaros se niegan a jugar en esa fecha. Tres días antes los tanques soviéticos habían entrado a sangre y fuego en Budapest para reprimir la Revolución.
Es cuando varios de sus jugadores, con Puskas, Czibor y Kocsics a la cabeza, deciden no volver a su país y piden asilo político en España, que no duda en concedérselo. Es así como empieza la disolución del Equipo de Oro, pues jugadores de varios del resto de equipos punteros húngaros (Ujpest Dozsa, Ferencvaros, MTK, Videoton y Vasas) deciden tomar la misma resolución. Con ello, la Federación Húngara los declaró personas non gratas y una vez sofocada la revuelta por los soviéticos nunca más volverían a jugar con la selección nacional que los había visto triunfar y rozar la gloria aquella inefable tarde en Berna.
A pesar de ello, los húngaros no olvidan aquellos once nombres del inicio del artículo, correspondientes a los jugadores que formaron en el once inicial aquel 4 de julio del 54 en la capital helvética, aunque tampoco hay que ignorar a otros futbolistas ilustres de aquel conjunto, que contribuyeron en gran medida a la grandeza del fútbol magiar, como Toth, Palotas y Ferenc Szusa (máximo anotador histórico este último de la liga húngara y que a la postre sería en los años setenta entrenador del Real Betis Balompié y Atlético de Madrid).
En 1957 Gustav Sebes deja de ser seleccionador húngaro, dejando tras de sí un inmarcesible legado futbolístico y habiendo salido invicto en cincuenta y cuatro de cincuenta y cinco partidos. Siempre le quedó la espinita de Berna. El “milagro de Berna” fue como los alemanes bautizaron a aquel encuentro.

Estadio maldito el Wankdorsfstadion de la ciudad helvética. Algunos de los chicos de oro, concretamente Czibor y Kocsics, volvieron al mismo en 1961 para disputar la final de la Copa de Europa de clubes entre el Benfica y el F.C. Barcelona. Se alzó el conjunto lisboeta con la copa y al término del encuentro, Czibor (jugador del Barcelona) declaró que “este estadio está maldito para cualquier húngaro que lo pise”.
Pese a que no consiguieron ser campeones del mundo, ello no le resta ni un ápice de grandeza a esta excelente generación de jugadores húngaros que hicieron historia para su país en una época en que tan necesitada estaba la sociedad magiar de esperanzas y de alegrías. Para muchos, a pesar de que no conquistaron el cetro mundial, la Hungría de los 50 es el mejor equipo de todos los tiempos.
Es ésta otra de las grandes historias del fútbol, que deberíamos esforzarnos por transmitir a los más jóvenes. Va por aquellos Magiares Poderosos. In memoriam.