Era verano. Un caluroso verano de 2002. Atrás quedaba ya el fatídico recuerdo de lo vivido en el Mundial de Corea y Japón. Aquel en el que nos creíamos que nadie pararía a una selección poblada de jugadores del mejor Valencia de la historia reciente y tras la victoria del Real Madrid en la Champions. Nadie, excepto Al Gandour, claro está.
La reacción inmediata cuando sufres un robo de tamaña consideración es renunciar al fútbol durante un tiempo, no pensar en balones y mallas, opción creo que considerada por la mayoría de los aficionados españoles en ese estío. Pero yo estaba en Lisboa, y mi avidez por este deporte, más el cansancio propio de una jornada turística, hizo que la caja de los sueños y las miserias, la que nos mostró al mejor Maradona, me ofreciera un partido a priori insustancial.
El Sporting de Portugal, aunque nosotros digamos “de Lisboa”, jugaba un partido de pretemporada contra un rival menor, de cuyo nombre no puedo acordarme. Los hombres de Lazslo Boloni, una leyenda, tenían que jugar una eliminatoria previa de Liga de Campeones contra el todopoderoso Inter de Milán.
Cristiano Ronaldo ya había debutado en otro amistoso antes, ¡y contra el Betis!, pero fue ese día caluroso de verano en Portugal cuando mis ojos se abrieron al fútbol de un jugador… que no me gustó. La estrella del momento no era el de Madeira, sino un extremo que le llevaba un año de ventaja y apuntaba maneras de grande: Ricardo Quaresma.

Reconozco y reconoceré siempre, que aducido por la magia de los regates y fantasías del lisboeta, menosprecié el juego rápido pero ineficaz de todo un Cristiano Ronaldo. Quizás fuese porque nunca me ha gustado ser seguidor de los cabezas de cartel o por mi romanticismo en el juego, algo que en Sevilla se palpa cada vez que un creativo, expresión muy «in», aparece en una banda para dar sentido a una entrada de 50 euros.
De una manera reduccionista, podríamos decir que hay jugadores con arte y sin él. Y Quaresma en ese verano de 2002, me parecía que atesoraba mucho arte, tanto como para destacar sobre aquel espigado número 28 que daba sus primeros pasos en el fútbol profesional.
Quizás no sirva para integrar una secretaría técnica por mi falta de ojo o puede que CR7 no hubiera llegado a su plenitud en esos años, o probablemente las dos cosas, pero el juego de Cristiano Ronaldo ese día no me cautivó.
Era un fútbol egocéntrico, mágico pero vano, en definitiva, el juego que un niñato con talento despliega para gloria y honra de su propia persona. Algo que Ferguson se empeñó en reconducir con éxito (gracias Fergie) cuando el portugués recala años después en Manchester y que vive su cénit en Madrid. Ahora, Cristiano Ronaldo no es sólo regate, es pase, liderazgo y sobre todo gol, mucho gol. Hoy el de Funchal es el Balón de Oro.
Pero antes, el Sporting de Lisboa de Boloni, perdería la eliminatoria de Champions contra el Inter de Milán. Los lisboetas empataron a cero en la ida, pese a la salida espectacular de Cristiano en la segunda parte, cuando volvió locos a los Zanetti y compañía. La vuelta en San Siro, 2-0, refrendó la superioridad de los interistas. Curiosamente, ese día Cristiano Ronaldo no estaba ni convocado. Antes también, veríamos como Sir Alex Ferguson recibía a diestro y siniestro al ocurrírsele que ese jugador (algo loco) y no otro, sería el encargado de tapar el hueco o socavón que dejaba otro Sir,(David Beckham) en los red devils.

Para 2004, el año más esperado del fútbol en Portugal por la celebración de su Eurocopa, Cristiano Ronaldo ya era la estrella de la selección lusa, aún sin haber debutado en partido oficial hasta entonces, mientras que Quaresma planeaba su vuelta a Portugal tras un fallido paso por Barcelona.
Como diría aquel, “lo que es el fútbol”. Cristiano Ronaldo se convertiría en la referencia del fútbol a nivel mundial, con permiso de Messi, batiendo todos los récords. Y mi querido Ricardo Quaresma viviría pegado a una maleta, pasando con cierta gloria y mucha pena, por ligas como la italiana, la inglesa, la turca o la de los Emiratos Árabes Unidos.
Los aficionados que ya peinan canas aún comentan aquello de “yo vi jugar a Pelé” o “yo vi el gol de Marcelino”. Muchos jóvenes de hoy dirán que vieron jugar a Messi y a Cristiano Ronaldo. Y yo, me acordaré siempre de aquel día en el que conocí a Cristiano Ronaldo y preferí a Ricardo Quaresma. Fue en un caluroso día del verano de 2002 en Lisboa.