Intolerable. Llega este final de La Liga y hay varios equipos que se han desconectado. Aun jugándose las habichuelas. Se han dejado llevar por la indolencia, la ausencia de competitividad, la dejadez y el imperio de una muy dudosa profesionalidad que habla, mal, de los futbolistas y de quiénes los entrenan.
Lamentable. Lo que estos jugadores están mostrando en las últimas jornadas se acerca al límite de lo que muchos podemos entender como una clara vulneración del principio de la competencia. Los futbolistas se ausentan, se lesionan misteriosamente, se borran de cualquier modo. Son personas, solo eso. O todo eso, pero con un poder no siempre alineado con su inteligencia. Un puñado de individuos que nacieron con el don de darle patadas a un esférico mejor que otros. Solo eso. O todo eso. Ellos entran en el juego y todo es bueno mientras les va bien. Pero, de repente, al primer contratiempo, su profesionalidad se desvanece. Como el azúcar en el café.
Pongan nombres: un señor de Gales de gran zancada, un joven fornido portugués heredero de no se sabe bien qué, un brasileño que nunca debió abandonar la ciudad de Los Beatles… El inexistente compromiso de algunos o el hartazgo o hastío de otros no pueden servir como excusas para nada. Señores, a ustedes se les paga, y mucho, por un don concreto, pero también por un compromiso, por una dedicación. Si no se aúnan todos los factores tendremos a un malabarista del balón. En la calle hay muchos exhibicionistas, por cierto, espectacularmente buenos en lo suyo ¿Saben lo que cobran? La voluntad.
Ese tipo de jugador no ayuda a generar buenos vestuarios e incluso agrietan buenos ambientes. Pero no termino de creer que sean razones principales para las diferentes incomparecencias que se han producido en las últimas jornadas. Y ojo, no digo que sean situaciones voluntarias, no veo que la competición se adultere. No estoy diciendo eso. Lo que busco son las razones de que esto suceda. El factor psicológico es relevante, y, hablo a nivel de equipo, en estas fases de la temporada, aparecen el agotamiento psicológico y físico, la sensación de que se ha cumplido con el objetivo de la temporada, el abandono del día a día para pensar en el futuro, incluso la intensificación de las desavenencias con el entorno. Mil razones y ninguna.

El Real Madrid ha firmado un último tercio de temporada poco digno. El Atlético de Madrid ha bajado el pistón hasta el punto de ofrecer una gris despedida a un histórico como Diego Godín. El Sevilla se muestra como un equipo sin actitud y sin capacidad. El Alavés ya dio todo lo que pudo. El Betis anda a malas con su entrenador y su estilo. Tendrán sus razones. O ninguna.
Una piedra de toque, algo subjetiva, ciertamente, está en el pulso de los aficionados. Huesca y Rayo cuentan con el beneplácito de los suyos e incluso se les ha ovacionado el esfuerzo por mantener la categoría que finalmente han perdido. El pasado fin de semana también hubo aplausos en Montilivi para el Girona. Parecen aficiones que sabían que les podía tocar y que han valorado positivamente el esfuerzo de plantillas que, esta vez sí, no le perdieron la cara a la competición.
Pero hay otras plazas que no están tan conformes. Las mayores pitadas se vienen sucediendo ya desde hace unas semanas en el Santiago Bernabéu, el Benito Villamarín y, aún tímidas, pero se esperan reveladoras, las del Ramón Sánchez Pizjuán. En los tres casos se produce una situación común. Aun jugándose el pan, los equipos se han borrado en determinados partidos. Desgana, falta de confianza y ambientes enrarecidos. En el Paseo de la Castellana miran a los jugadores y al palco. En la Avenida de la Palmera miran al banquillo. En Nervión miran a todos lados.

Ser futbolista, aunque muchos de ellos no lo quieran ver, conlleva una gran responsabilidad. Los más prácticos pueden pensar que solo se trata de un juego, de un deporte, de un espectáculo y que con un par de regates ya está todo hecho. Andan errados. Cuando el futbolista se pone la camiseta, sea del Villarreal o del Celta, sea la del Levante o la de la Real Sociedad debe saber que es un privilegiado. Un elegido que tiene el honor de pisar el césped que me gustaría pisar a mí, el que le gustaría pisar a mi vecino de asiento, o al de enfrente, o a los veinte, treinta, cincuenta o cien mil socios que tienen puestas en el fútbol las ilusiones que la vida les coarta.
Cuando una persona que tiene el don de este juego y se olvida de lo que representa, pierde el alma. Es cuando aparece el mercenario que tantas aficiones corean. A mí me gusta separarme de ese concepto. No lo comparto. Sin embargo, no es de recibo no dejarse hasta la última gota de sudor en el empeño de hacer sonreír al niño que entra en un estadio por vez primera. Las palabras asco, desgana o desidia deberían estar prohibidas en las pizarras de los vestuarios y desarraigadas de la materia gris del futbolista.
Pensad, futbolistas, pensad cuántas almas se partirían el pecho por estar en vuestro lugar. Por jugarse el tipo, por correr unos metros más por sus colores. Cuántas personas sentirían el orgullo de vestir la camiseta de sus sueños en el césped de su templo. Imaginadlos. Seguro que tenéis grabadas más de cien caras, más de cien miradas. Ahora miraos hacia dentro y explicadnos que os pasa. Intentad que lo comprendamos.
Henry Alex Rubin dirigió hace unos años una película titulada en castellano Desconexión. La recomiendo. Y la recomiendo porque en ella, uno de sus protagonistas es alguien que está buscando lo humano por encima de lo digital (o divino) que parece haberlo engullido. Lo traslado al futbolista, que busque dentro de sí. Y, por favor, que encuentre lo bueno que de humano lleva dentro: la infancia, el orgullo, la ilusión, el esfuerzo y la recompensa.
Los valores positivos del deporte facilitarán el entendimiento con todos los que, desde la grada o la pantalla, anhelamos estar en su lugar. Cualquiera de nosotros somos los que hubiésemos dado cualquier cosa por estar ahí. Si eligen seguir el camino de la desidia y la ignorancia hacia el aficionado, si deciden emprenderlo, se encenderán todas las alarmas, todos esos parpadeantes botones rojos que llevan a la inexorable desconexión. Tras ella, solo queda un solar arrasado en tu pasado. Un lugar al que no volver, un tiempo a no rememorar. Por favor, sean humanos, no dejen que lo que les separa de los demás les engulla y, sobre todo, mantengan la conexión.