Sevilla, sábado 28 de febrero, 7:32 de la mañana. Un ex-futbolista internacional orina en el tocón de un árbol en medio de una calle céntrica, mientras su acompañante mendiga por una última copa en el bar donde trabajo y que acabábamos de cerrar.
Para un apasionado del fútbol como yo, que lo tuvo en estampas, que coreó sus goles y que soñó con verle con la camiseta de mi equipo, el espectáculo era bochornoso. Lo curioso es que el amigo se empeñó en hacerme ver con qué estrella mundial estaba tratando, sin saber que el fútbol no tiene memoria y que se empecinaba en defender a un juguete roto. Por respeto, no desvelaré su nombre, aunque se encuentra entre los citados más adelante.
Contratos multimillonarios en plena pubertad, patrocinios, prensa, cuarenta mil gargantas coreando tu nombre cada domingo y el jabón que todo advenedizo te da para sentirse cerca del jugador de moda. La fama es peligrosa, y en el fútbol más. Los futbolistas, deportistas, guapos y modernos, son tratados como dioses por publicistas y relaciones públicas, que basan el éxito de sus fiestas en la aparición de ellos. Y es ahí cuando entra en juego la cabeza del futbolista.
En el mundo de las cámaras al alcance de la mano y la hiperconectividad de las redes sociales, cualquier acción que lleves a cabo puede acabar siendo de interés general si tienes la mala suerte de ser cazado. Esto, ha llevado a la polémica últimamente fiestas como la de Cristiano Ronaldo, pero antes ya había sucedido, como con el famoso Halloween de Benjamín. Y el debate está servido. Muchos defienden a los futbolistas mencionando su juventud, “tienen que vivir”, otros ven vergonzoso que menosprecien su privilegiado trabajo en estos encuentros. Algunos también defienden a los jugadores, casi siempre ante seguidores rivales, aduciendo que se trata de una empresa privada.
Pero, ¿qué pensarán los socios cuando ven a sus estrellas al acabar el partido en el reservado de una discoteca? Al fin y al cabo, una minúscula parte de lo que pagan por el carné sirve para pagar esas copas.

Aunque el problema radica cuando el futbolista va más allá y convierte las salidas nocturnas en tradición. Pocos entrenadores pueden soportar este extremo, y mucho menos el propio cuerpo del deportista, que a lo mejor con veinte no, pero con 32 o 35 años se resiente sobremanera. La publicidad, la bonanza económica y la internacionalización del fútbol provocaron un sinfín de estos casos desde mediados de los 80. La irrupción de drogas como la cocaína en nuestro país tras el fin del franquismo esquilmó generaciones a golpe de sobredosis y excesos. Y el fútbol no era una excepción.
En aquella época fueron varios los jugadores con problemas de drogas. El más conocido fue el caso de Julio Alberto, el exlateral culé que escribió un libro sobre la pesadilla de la que salió años después. Sin olvidar a Caniggia, Paul Merson, Mágico González, René Higuita y sobre todo a la gran estrella, Diego Armando Maradona. Un mayor control del dopaje en estos años propició que los casos saltaran a la luz y dieran al traste con las carreras de algunos de sus protagonistas.
Pero no sólo las drogas duras son un problema para quien tiene todo a su alcance. El alcohol, también ha causado estragos entre los futbolistas más prometedores. No hay que olvidar que el gran Garrincha murió por una intoxicación etílica debido a su alcoholismo exacerbado, a los 49 años. Aunque sobre todo, el alcohol, puramente, tiene su máxima expresión en las islas británicas.
Todos conocemos el saque cervecero (y no cervecero) del que hacen gala los hooligans. Algo que adquiere otra dimensión cuando son los propios deportistas los que se comportan como radicales. George Best y Paul Gascoigne son los máximos exponentes de carreras y retiros marcados por el alcohol, que al primero llevó a la tumba y al segundo casi lo hace en varias ocasiones. En menor grado, la ingesta de bebidas espirituosas, lejos de producir enfermedades en el hígado, ha provocado en futbolistas, tildados de fiesteros, una curvatura de la figura, un bajón de forma y lo más importante, la imposibilidad de rendir al día siguiente en la ciudad deportiva.

Este es el grupo más poblado y en el que nos podríamos encontrar innumerables casos. Sin embargo, como muestra tres nombres. Diego Tristán, habitual en la noche mallorquina, sevillana… fue el 9 de España y su no fichaje por el Real Madrid le acabó de desamueblar su frágil cabeza. Djalminha, uno de los mayores talentos que ha dado el fútbol pero con un inconveniente, jugaba cuando quería.
Y Adriano, posiblemente uno de los mejores delanteros de principios de siglo hasta que su adicción por el alcohol y sus desajustes alimenticios lo convirtieron en un jugador improductivo y constantemente deprimido. Además, el brasileño es el paradigma del futbolista acabado: problemas con la justicia, deudas, intentos de suicidio… No es casual que en la terna haya dos brasileños, aunque no se trate de una cuestión geográfica, sino sociológica.
La falta de educación en países, o núcleos de población, menos desarrollados es lo que acaba propiciando estas conductas que en muchas ocasiones nos ha robado el talento de estrellas estrelladas, a las que un día el éxito, el balón, se les subió a la cabeza.