En todos sus años de profesión, era la primera vez que estaba tanto tiempo ante el folio en blanco. Normalmente, le ardían los dedos al teclado. Aquella vez era diferente. Qué regate. No solía ver con tanta juventud esa visión de juego ni ese descaro para sortear rivales. Era indescriptible lo que acababa de presenciar sobre el terreno de juego.
Si el mundo del fútbol no lo acababa devorando, llegaría lejos. Queda mucho tiempo de espera, pero el partido merecía unas líneas. Unas buenas líneas. No observó matiz de nerviosismo. Parecía que era un hecho que más tarde o más temprano iba a marcar semejante golazo. Mirada fija sobre el terreno de juego y escuchando las instrucciones del entrenador. A priori, un juvenil con confianza en sí mismo y en su juego. Hasta aquí nada fuera de la lógica de este deporte. Ya que nadie le extraña que, el día de su debut con el primer equipo, un futbolista tenga en mente salir a comerse el mundo.
Quizás, era la nostalgia de aquellos días en los que la juventud tenía le mente mejor amueblada y no se truncaban tantas prometedoras carreras. Quizás, que, tras tantos millones malgastados, era algo refrescante ver que la ilusión estaba en casa a coste cero y no a golpe de talonario. Quién sabe. Pero ese chaval salía esa fría mañana de diciembre a dejar claro que el banquillo no iba a ser su hábitat natural.
Se veía venir desde el primer balón que tocó. Por arte de magia, ante la atónita visión de más de 100.000 personas, se trasformó en una asistencia de gol. Una grieta en la defensa solo al alcance de los francotiradores del pase. Allí la puso con exquisitez. Parecía que llevase años jugando con aquellos compañeros que no creían el repertorio de estratagemas que habitaban en las botas del chaval. Luego vino aquel golpeo de zurda y la muerte de las telarañas que habitaban la escuadra. Se vino abajo el estadio. Todo ese talento andaba a escasos kilómetros y la directiva obsesionada en llenar cheques.

Los elogios se escribían solos, las fotos estaban ya preparadas. Pero había algo que no le dejaba mandar la crónica. Quizás hacía un favor mayor al fútbol no enviándola. Era un niño. Muy bueno, llegó su debut profesional. Un niño. Quizás acabe ganando más dinero que sus padres en toda una vida de duro esfuerzo, pero es un niño. Decir que es bueno es una obviedad casi insultante. Ya lo sabe el aficionado. Ya ha protagonizado alguna que otra portada.
Qué añadía otro periodista alabando sus virtudes y poniendo puentes de papel al supuesto nuevo Pelé o Maradona. Ignoraba las veces que vaticinaron en la redacción la llegada del nuevo mesías del balompié. Y no llegaban ni a apóstol. Eso le remordía. Le hacía mejor al lector que lo viera por él mismo. Quitar presión al asunto. Que se encarguen otros de pedirle en el mundo mediático que, tras un partido malo, debía rendir cuentas igual que un veterano. Mientras, la pantalla seguía en blanco…