Los motivos del insomnio de Sergey Ivanov seguían siendo para su familia un misterio. Nunca reveló ni a su mujer, ni a sus hijos, los detalles que le llevaron a dejar la selección soviética estando en su mejor momento de forma.
Todavía guardaba aquel anciano los recortes de prensa que lo proclamaban como el próximo héroe del pueblo ruso. No costó mucho que, aquel hombre de agilidad felina, me enseñara la medalla lograda en el 64, como campeón de Europa, ni la medalla olímpica lograda en 1972. Eran sus muestras, terrenales y metálicas, de que su vida no había estado vacía de significado.
Ivanov podía recitarte de memoria, como si hubiera jugado ayer, esos partidos, todos los detalles: desde la alineación de los equipos hasta las instrucciones exactas del entrenador en cada partido que jugó de internacional. Pero hay un muro infranqueable para este mito de las porterías de la vieja Europa: Ni una palabra sobre el partido de vuelta contra Chile en 1974.
El motivo de éste: las clasificatorias para la Copa Mundial de Fútbol que debía celebrarse en Alemania Occidental. Sergey Ivanov, en definitiva, es el único que conocía qué pasó, y pasa, por la mente de Sergey Ivanov.
Tras muchas entrevistas, y litros de café, Ivanov decidió relatarme la clave. Era mi primer trabajo de cierta relevancia como periodista deportivo. Los nervios se apoderaron de mí en el preciso momento en el que el guardameta comenzó su relato de manera breve pero directa, apenas un susurro: “Nos negamos a jugar en El Estadio Nacional”.
Le temblaba la voz y agarraba con fuerza una pequeña pelota de goma que se pasaba de mano a mano. Una larga pausa fue el preámbulo de su relato. Ivanov estaba más que convencido de que pudieron hacer más que cosechar sólo un empate ante la selección de Chile. Debían ofrecer más en la vuelta. Sin embargo, la decisión fue unánime: la selección de la Unión Soviética se negaba a jugar la vuelta en El estadio Nacional.
No rodó el balón por aquel césped que, no hace mucho, fue campo de concentración de la dictadura. El horror no podía dejar que el fútbol se diera en aquel verde manchado de sangre por la fuerza militar. Aquel centro de tortura y fusilamiento no merecía el noble deporte, según explicó en su famoso discurso el representante soviético Nikolay Sokolov, Campeón de Europa en 1959.
Ivanov había votado a favor de jugar aquel partido. Ante la sorpresa de sus compañeros, defendió la postura de que su deber como soviéticos era remontar el partido de ida y lograr otro éxito al brillante palmarés patrio de aquellos años: Campeonato de Europa (1960), dos subcampeonatos europeos (1964 y 1972), un oro olímpico (1956) y una medalla de bronce (1972).
En su joven mentalidad, Sergey no veía relación entre la traumática vivencia de la dictadura chilena y que no le dejasen jugar al fútbol. Era lo que más impotencia le provocaba: contra su voluntad, no se pondría los guantes en suelo chileno.
Mayor fue su enfado cuando se le dio la victoria a Chile por no presentarse a jugar. En sus ojos, habían aprovechado la política para impedirle jugar. ¿Qué clase de futbolista se quedaba de brazos cruzados ante semejante situación perdiendo además la posibilidad de jugar la Copa del Mundo?, repetía una y otra vez en su mente de vuelta a casa tras la reunión con el equipo. Entendería más tarde la pantera de Odesa que en aquel partido había algo más en juego que un billete al Mundial.
No sabría explicar los motivos, pero cuando quiso darse cuenta estaba depositando su escaso equipaje en un hotel situado a las afueras de Santiago. Respondiendo a la llamada de su amigo Julio Silva, tomó rumbo a Sudamérica. Tenía que ver con sus propios ojos aquel escenario, en el cual la historia le tenía reservado perder su oportunidad de vestir por última vez la camiseta soviética.
Nadie conocía por aquel entonces su enfermedad, pero tenía claro que el campeonato perdido en Alemania era el final de su camino en un deporte que le había dado todo. Tomó aire antes de entrar en El Estadio Nacional, actualmente llamado Julio Martínez Prádanos, y sintió que la vida le abrió los ojos ante una realidad de la que preferiría ser ignorante.
Estuvo dentro un par de horas. La voz de Julio agarraba su pescuezo, obligando a no perder detalle de todo el horror encerrado en cada losa de aquel lugar. Los grabados en la escotilla ocho, le helaron la sangre. Testimonio en piedra de los hombres allí torturados y asesinados. El misterioso cobarde de la capucha negra, dedo juez y jurado, señalaba quién vivía y quién debía morir.

Más de cuarenta mil personas prisioneras en aquel centro de terror disfrazado de instalaciones deportivas. Mala alimentación, interrogatorios y torturas. Ivanov no salió de la cama en las horas que restaban al día. Volvió a casa. Antes de que ningún médico lo anunciara a la federación, dejó el fútbol profesional.
Sergey comienza a llorar. Dice que oye a las víctimas. Las intentó callar con alcohol, pastillas para dormir. Actualmente, de Santiago trajo su insomnio. Su enfermedad está aplacada, de momento, como los balones que impidió en su juventud que vieran puerta. Y sus nietos sólo creen sus batallas cuando les enseña los trofeos que algún día serán suyos.
No hay tiempo para mucha más cinta. La grabadora hace tiempo que paró. El sol entra furtivo en el estudio donde estamos situados, nuestros cafés están fríos. Intento despedirme de Sergey, insiste en acompañarme a la salida. Nos abrazamos. Antes de que se cierre la puerta, su voz me crea un nudo en la garganta: “Nos negamos a jugar en El estadio Nacional”.
Otra historia, llena de duro dramatismo, del fútbol y su interacción con la sociedad en la que se desarrolla y cuyas lacras le hieren intensamente.
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