Aquel diminuto e insignificante conjunto de hojas, donde habitaban los goles y las jugadas, era en aquel lugar un milagro. No había ninguna prueba de que el mundo fue civilizado, salvo la tinta y las fotografías mezcladas con la sangre que ahora manchaban sus manos. Abrazó el fútbol con la misma fuerza con la que el silbido de las balas destrozaba los nervios de su compañía.
Se sabía de memoria aquel ejemplar, sin embargo no podía dejar de leer antes y después de entrar en combate. La moral estaba muy baja. Él no dudaba en comenzar a leer en voz alta, como si estuviera narrado para la radio aquel encuentro del que nadie recuerda el resultado.
Ni siquiera que tuvo lugar. En su mente, los gritos de dolor de los heridos eran los aficionados animando a su equipo y los mismos soldados, que entraban y salían de la habitación para fumar tranquilamente o escribir a sus familiares, eran los jugadores. Faltaba el árbitro.
Aunque cuando la razón se ha perdido a golpe de odio y de balas, cuesta imaginarla. Los bombardeos no eran más que el espectáculo en el descanso. Igual que los yanquis. Deberían resolverse las diferencias entre países en un partido.
Sin embargo, al imaginar a ciertos políticos de corto, sudando la gota gorda por impedir un contragolpe o rematar un saque de esquina, le entraba la risa. El que firma la declaración de guerra, que combata en ella.
Leía los folios y nadie estaba en aquella trinchera, estaban con bufandas haciendo la ola, discutiendo la falta merecedora de tarjeta, la táctica del entrenador que mascaba chicle, sin parar de estar de pie, junto al banquillo. Cada día, lo primero era llevarse la mano a la americana.
Tras el alivio de comprobar que no había ido a ninguna parte, podía estar tranquilo que aquel día ocurriera lo que ocurriera afuera, podría locutar los goles. Cuando se apagaban las luces, guardaba con mimo en el desgastado uniforme las líneas que le hacían llevar a cabo la misión más difícil de un soldado: sobrevivir.